Mostrando las entradas con la etiqueta Narrativa. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Narrativa. Mostrar todas las entradas

miércoles, 16 de julio de 2025

Seguimos en la Red RELATA

En el 2025 el Taller de Historias, por cuarto años consecutivo, volvimos a ser aceptados para ser parte de la Red de Escritura Creativa Literaria y Tertulias Literarias (RELATA) de La Biblioteca Nacional de Colombia (adscrita al Ministerio de Cultura). 


La Red Relata en Colombia es un programa originario del Ministerio de Cultura que desde hace mas de quince años agrupa y fortalece talleres de escritura creativa y tertulias literarias en todo el país. Su objetivo principal es estimular la lectura crítica y la producción literaria, además de promover la circulación de nuevos autores. La red está compuesta por diversos talleres y tertulias que funcionan de manera autónoma, adaptando sus metodologías a cada comunidad y contexto.
Puedes encontrar informacion sobre el taller en este blog.  haciendo clic acá 








miércoles, 18 de junio de 2025

La Bella Durmiente en su versión original

Hace algunas semanas les comenté que muchos de los cuentos infantiles no eran tan infantiles en sus primeras versiones, y les hablé de la primera version conocida de la Bella Durmiente. 

El siguiente texto llamado Sol, Luna y Talía fue escrito (o recopilado) por Giambattista Basile en 1634 y publicado en su libro  Lo cunto de li cunti (‘el cuento de los cuentos’), que luego fue conocido como "El pentamerón" haciendo una evidente alución al Decamerón de Boccaccio. 

En dicho libro tambien hay versiones de La Cenicienta (Cenerentolla), Petrosinella (Rapunzel), Pippo (o El gato con botas), y La joven esclava (o Blancanieves) entreo otros.  La mayoría de estos ciencuenta cuentos no son para niños y debieron esperar a que los hermanos Grimm publicaran en 1812 unas versiones menos truculentas. 

Aqui va lo prometido: 


Sol, Luna y Talía

Giambattista Basile

Érase una vez un gran señor que fue bendecido con el nacimiento de una hija que fue llamada Talia. Él envió a los hombres sabios y astrónomos de sus tierras para que predijeran su futuro. Se conocieron, y asesorándose mutuamente, consultaron su horóscopo y llegaron a la conclusión de que incurriría en un gran peligro debido a una astilla de lino. Su padre prohibió así cualquier planta de lino, cáñamo, o cualquier otro material de esa clase en su casa, todo porque hacer que escapase de ese predestinado peligro.

Un día, cuando Talia se había convertido en una joven y bella muchacha, estaba mirando a través de la ventana cuando observó a una vieja mujer hilando. Talia, que nunca había visto ni una rueca ni un huso, quiso ver cómo giraba, y era tal su curiosidad que le pidió a la vieja mujer que fuese con ella. Tomando la rueca con su mano, la chica comenzó a hilar el lino. Desgraciadamente, Talia se clavó una astilla de lino bajo la uña, y cayó muerta al suelo. Cuando la vieja mujer lo vio se asusto tanto que corrió escaleras abajo, y hoy todavía sigue huyendo.

Tan pronto como su desgraciado padre oyó el desastre que había tenido lugar, la cogió, y después de pagar por una tina de vino agrio con toneles de lágrimas, la sacó de allí y la llevó a una de sus mansiones del campo. Allí la sentó en un trono de terciopelo bajo un dosel de brocado. Queriendo olvidar todo lo que circulaba por su memoria en su gran desgracia, cerró las puertas y abandonó para siempre la casa donde había sufrido su gran pérdida.

Después de un tiempo ocurrió por casualidad que un rey cazaba por allí cerca. Uno de sus halcones escapó de su mano y voló al interior de la casa a través de una ventana. No acudió cuando le llamaron, así que el rey tuvo que llamar a la puerta, creyendo que el lugar estaba habitado. Aunque llamó durante un buen rato, no contestó nadie, así que el rey mandó que le trajeran una escalera de bodeguero, ya que escalaría para buscar dentro de la casa, y descubrir qué había dentro. Así trepó y entró, y miró en cada una de las habitaciones, rincones y esquinas, y se sorprendió enormemente cuando comprobó que nadie vivía ahí. Al final encontró el salón, y cuando el rey vio a Talia, que parecía estar encantada, creyó que dormía, y la llamó, pero ella permaneció inconsciente. Dando voces, vio sus encantos, y comprobó como la sangre le recorría con fuerza las venas. La elevó en sus brazos y la llevó a la cama, donde recogió los primeros frutos del amor. Dejándola en la cama, volvió a su reino, donde, debido a sus numerosas ocupaciones, no recordó ese momento como más que un simple incidente.

El Pentamerón,
ilustrado por Warwick Goble, 1911
Sin embargo, nueve meses después Talia tuvo dos hermosos hijos, un niño y una niña. En ellos se podían ver dos extrañas joyas, y fueron cuidados por dos hadas que acudían al palacio y los colocaban sobre los pechos de su madre. Una vez, buscando el pezón sin encontrarlo, comenzaron a succionar uno de los dedos de Talia, y lo hicieron tan fuerte que sacaron la astilla de lino que se había quedado clavada en él. Talia se despertó así de un largo sueño, y viendo sobre ella a sus dos gemelos, los sostuvo contra su pecho, y los bebés fueron lo que más quiso ella en toda su vida. Se encontró sola en el palacio con los dos niños a su lado, y no sabía qué era lo que le había pasado; pero se dio cuenta de que la mesa estaba puesta, con comida y bebida que le habían traído, aunque no vio a ningún sirviente.

Mientras tanto el rey recordó a Talia, y anunció que quería volver a ir de caza; volvió al palacio y la encontró despierta y con dos hermosos cupidos. Él se regocijó, y le dijo a Talia quién era, y cómo la había visto y había entrado en aquel lugar. Cuando ella oyó esto, la amistad de ambos fue tejida con lazos estrechos, y él permaneció con ella durante unos pocos días. Después de ese tiempo él se despidió, prometiendo que regresaría pronto y la llevaría con él a su reino. Y volvió a su reino, pero no encontró descanso, y a las horas tuvo en su boca los nombres de Talia, y de Sol y Luna (así eran los nombres de sus dos hijos), y cuando durmió al fin, él los llamó a cada uno de ellos.

Entonces la esposa del rey comenzó a sospechar de que algo extraño le había ocurrido a su marido durante la cacería, y estuvo escuchando continuamente los nombres de Talia, Sol y Luna, y ella se calentó, pero con otro tipo de calor que el del sol. Envió a su secretario diciéndole:

—Escúchame, hijo mío, tú estás viviendo entre dos rocas, entre el poste y la puerta, entre el atizador y la verja. Si me dices de quién el rey tu señor, y mi marido, está enamorado, te daré tesoros inconmensurables; y si me escondes la verdad, haré que nunca te vuelvan a encontrar, vivo o muerto.

El hombre estaba terriblemente asustado. La avaricia y el miedo cegaron sus ojos al honor y al sentido de la justicia, y le contó todo entre pan y vino.

La reina, escuchando cómo estaban las cosas, envió al secretario junto a Talia, en el nombre del rey, pidiéndole que le enviase los niños, pues era su deseo verlos. Talia, con gran entusiasmo, obedeció. Luego la reina, con un corazón propio de Medea, le dijo al cocinero que los matase y que los hiciese servir de forma apetitosa al desgraciado de su marido. Pero el cocinero tenía un corazón tierno y, al ver a esas dos hermosas manzanas de oro, tuvo compasión por ellos, y los llevó a casa de su esposa, donde los ocultó. En el palacio preparó dos corderos entre cien platos diferentes. Cuando el rey volvió, la reina, con gran placer, sirvió la comida.

El rey comió con agrado, diciendo:

—Por la vida de Lanfusa, ¡qué delicioso bocado! —y también—; por el alma de mis ancestros, ¡qué bueno está!

A cada momento ella contestaba:

—Come, come; estás comiendo lo que es tuyo.

Las dos o tres primeras veces el rey no prestó atención, pero al final, viendo que la música continuaba, preguntó:

—Sé perfectamente bien que lo estoy comiendo lo que es mío, porque tú no has traído nada a esta casa.

Y levantándose, enfadado, se fue a la villa, que estaba algo lejos de su palacio, para sosegar su alma y aliviar su enfado.

Mientras tanto la reina no estaba del todo satisfecha, envió a su secretario a que trajera al palacio a Talia, diciéndole que el rey no podía esperar más su presencia allí. Talia partió tan pronto como oyó esas palabras, creyendo que seguía las ordenanzas de su señor, pues deseaba verle con todas sus fuerzas, sin saber qué le estaban preparando. Se encontró con la reina, cuyo rostro brillaba debido al fuego de la ira que había en ella, y parecía el rostro de Nerón.

Se presentó a ella así:

—Bienvenida, ¡señora Cuerpo Ocupado! Tú eres un bien preciado, mala hierba que divierte a mi marido. ¿Así que eres eres el pedazo de inmundicia, perra cruel, que me ha causado tantos quebraderos de cabeza? Cambia tus modos, pues serás bienvenida en el purgatorio, donde te compensaré por todo el daño que me has hecho.

Taila, oyendo esas palabras, comenzó a disculparse, diciendo que no había sido su culpa, ya que el rey, su marido, había tomado posesión de su territorio cuando ella estaba dormida; pero la reina no escuchó sus excusas, y cogió un fuego encendido del patio del palacio y ordenó a Talia que se echase sobre él.

La muchacha, viendo que aquello iba mal, se arrodilló ante la reina y comenzó a suplicar que le permitiese al menos quitarse las prendas que llevaba. La reina, no por piedad de la desdichada, sino por tener esas mismas ropas, que estaban tejidas con oro y perlas, le dejó que se desvistiera, diciendo:

—Puedes quitarte las ropas. De acuerdo.

Talia comenzó, y con cada cosa que se quitaba lanzaba un grito. Tras haberse quitado su vestido, se fue a quitar su última vestimenta, cuando lanzó un último grito más alto que el resto. Dejó sus pertenencias sobre una pila y la reina le obligó a tumbarse sobre las ascuas que habían usado para lavar los pantalones de Caronte.

El rey de repente apareció, y al encontrarse con aquel espectáculo, exigió saber qué estaba pasando. Preguntó por sus hijos, y su mujer —reprochándole a él su traición— le dijo que ella los había hecho guisar y servírselos a él como comida. Cuando el desgraciado rey oyó esto, cayó en la desesperación, diciendo:

—¡Ay! Entonces yo, yo mismo, he sido el lobo para mis propios corderos. ¡Ay! ¿Y porqué estos, mis venas, no conocieron las fuentes de su propia sangre? Tú, maldita renegada, ¿qué mala acción es esta que habéis hecho? Vete, pues deberías permanecer en el desierto como uno de sus tocones, ¡y no mandaré a tal tirano al Coliseo para hacer su penitencia!

Así habló, y ordenó que la reina se tumbase sobre el fuego que había preparado para Talia, y que el secretario fuese con ella, porque había mantenido ese amargo juego, y había sido tejedor de su endemoniado plan. El rey iba a hacer lo mismo con el cocinero, que creía que había guisado a sus hijos, cuando el hombre se puso a sí mismo a los pies del fuego, diciendo:

—En verdad, mi señor, por tal hecho, no debería haber nada más que un montón de fuego vivo, y sin otra ayuda que una lanza por la espalda, y ningún otro entretenimiento que dando vueltas dentro de las llamas de fuego, y yo no debería buscar ningún otro honor que el que tienen mis cenizas, las cenizas de un cocinero, mezclados con las de la reina. Pero esta no es la recompensa que espero por haber salvado a los niños, a pesar de la hiel de la maldita, que quería matarlos, y regresar a su cuerpo, señor, lo que es de su propio cuerpo.

Al oír estas palabras el rey se detuvo. Pensó que estaba soñando, y no podía creer lo que oían sus propias orejas. Así pues, se volvió al cocinero y le dijo:

—Si es cierto que salvaste a mis hijos, ten por seguro que te sacaré del fuego, y concederé con gusto todos tus deseos, pues esa será tu recompensa por haber sido capaz de hacerme el hombre más feliz de este mundo.

Mientras el rey decía estas palabras, la mujer del cocinero, que había visto la necesidad de su marido, trajo a los dos niños, Sol y Luna, junto a su padre. Y el rey nunca se cansó de jugar con los tres, su mujer y sus hijos, que se hicieron una rueda de molino de besos, ahora con uno y después con el otro. Dio generosas recompensas al cocinero, y le hizo chambelán. Se casó con Talia, y ella vivió dichosa una larga vida con su marido y sus hijos, experimentando así la verdad del proverbio:

A aquellos a quienes favorece la fortuna encuentran la buena suerte incluso en sus sueños.


fin

Giambattista Basile (1566 - 1632) fue un escritor napolitano de diversos géneros bajo el seudónimo de Gian Alesio Abbattutis. Recopiló y adaptó diversos cuentos orales europeos, que fueron publicados póstumamente por su hermana Adriana Basile en dos volúmenes 1634 y 1636, y que muchos fueron más tarde adaptados por Charles Perrault y los hermanos Grimm.


https://bibliotecadeloscuentos.wordpress.com/2016/02/20/sol-luna-y-talia/

miércoles, 14 de mayo de 2025

La Blancanieves original

 A raíz del estreno de la nueva versión de la película Blancanieves propuesta por Disney, en la que las opiniones están divididas, unos porque la version Woke los convence y otros porque precisamente se muestra a una Blancanieves que no es blanca, a una reina muy bella celosa de su hijastra (que no es tan bella), y así sucesivamente, he decidido publicar la versión que me leyeron de niño y que corresponde a la traducción "original" escrita por los hermanos Grimm en el siglo XVIII. 

Podrán observar las diferencias tan grandes con la versión que se cuenta actualmente a los chicos, y más aún con las versiones del gigante del entretenimiento. 

Agradezco a mis profesoras de kinder que me leyeron la versión completa que, a pesar de ser más violenta, era mucho más interesante. 


Ilustración de Carl Offterdinger (Siglo XVIII) : La Reina Malvada, madrastra de Blancanieves,
disfrazada de vendedora buhonera,le enseña a su hijastra unas cintas mágicas
que utilizará para asfixiarla (tomado de Wikipedia)

 

Blancanieves

 

Había una vez, en pleno invierno, una reina que se dedicaba a la costura sentada cerca de una ventana con marco de ébano negro. Los copos de nieve caían del cielo como plumones. Mirando nevar se pinchó un dedo con su aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la blanca nieve era tan bello, la reina se dijo.

-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nieve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!

Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.

Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al nacer la niña, la reina murió.

Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no podía soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:

¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

Entonces el espejo respondía:

La Reina es la más hermosa de esta región.

Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.

Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella como la clara luz del día y aún más linda que la reina.

Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:

-¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

el espejo respondió:

-La Reina es la hermosa de este lugar,

pero la linda Blancanieves lo es mucho más.

Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.

Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:

-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparezca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.

El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:

-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.

Como era tan linda el cazador tuvo piedad y dijo:

-¡Corre, pues, mi pobre niña!

Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocinero los cocinó con sal y la mala mujer los comió creyendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.

Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árboles la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruzaban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pequeña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves comió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sintió muy cansada y se quiso acostar en una de las camas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que finalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se encomendó a Dios y se durmió.

Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete farolitos y vieron que alguien había venido, pues las cosas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:

-¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

-¿Quién comió en mi platito?

El tercero:

-¿Quién comió de mi pan?

El cuarto:

-¿Quién comió de mis legumbres?

El quinto.

-¿Quién pinchó con mi tenedor?

El sexto:

-¿Quién cortó con mi cuchillo?

El séptimo:

-¿Quién bebió en mi vaso?

Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:

-¿Quién anduvo en mi lecho?

Los otros acudieron y exclamaron:

-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mirando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanieves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Entonces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.

-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta niña!


Y sintieron una alegría tan grande que no la despertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus compañeros y así pasó la noche.

Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Blancanieves -respondió ella.

-¿Como llegaste hasta nuestra casa?

Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.

Los enanos le dijeron:

-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.

-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo corazón. Y se quedó con ellos.

Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las mañanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.

Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:

-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!

La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:

-¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

Entonces el espejo respondió:.

-Pero, pasando los bosques,  

en la casa de los enanos, 

la linda Blancanieves lo es mucho más.

La Reina es la más hermosa de este lugar

La reina quedó aterrorizada pues sabía que el espejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el cazador la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la región la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irreconocible.

Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:

-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!

Blancanieves miró por la ventana y dijo:

-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?

-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.

La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:

-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.

Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.

-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.

Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápidamente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.

-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.

Poco después, a la noche, los siete enanos regresaron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blancanieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse poco a poco.

Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:

-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!

Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:

-¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

Entonces, como la vez anterior, respondió:

La Reina es la más hermosa de este lugar,

Pero pasando los bosques,

en la casa de los enanos,

la linda Blancanieves lo es mucho más.

Cuando oyó estas palabras toda la sangre le afluyó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.

-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.

Y con la ayuda de sortilegios, en los que era experta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfrazó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:

-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!

Blancanieves miró desde adentro y dijo:

-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.

-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.

Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo sobre la compra la vieja le dilo:

-Ahora te voy a peinar como corresponde.

La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.

-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer- ahora sí que acabé contigo!


Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. Entonces le advirtieron una vez más que debería cuidarse y no abrir la puerta a nadie.

En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:

-¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

Y el espejito, respondió nuevamente:

-La Reina es la más hermosa de este lugar.

Pero pasando los bosques,

en la casa de los enanos,

la linda Blancanieves lo es mucho más.

La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.

-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.

Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.

Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ventana y dijo:

-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.

-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.

-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.

-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mira, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.

La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La bella manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la mano y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.

Entonces la vieja la examinó con mirada horrible, rió muy fuerte y dijo.

-Blanca como la nieve, roja como la sangre, negra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!

Vuelta a su casa interrogó al espejo:

-¡Espejito, espejito de mi habitación!

¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió.

-La Reina es la más hermosa de esta región.

Entonces su corazón envidioso encontró reposo, si es que los corazones envidiosos pueden encontrar alguna vez reposo.

A la noche, al volver a la casa, los enanitos encontraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lavaron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió estándolo.

La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una persona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.

Los enanos se dijeron:

-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hicieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.

Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dormir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.

Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba escrito en letras de oro.

Entonces dijo a los enanos:

-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.

-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.

-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La honraré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.

Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero sucedió que éstos tropezaron contra un arbusto y como consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.

-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.

-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de alegría.

Le contó lo que había pasado y le dijo:

-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmigo al castillo de mi padre; serás mi mujer.

Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y magnificencia.

También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:

-¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?

El espejo respondió:

-La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.

Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.

Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la dejaron clavada al piso sin poder moverse.

Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.


Extradido de  Grimmstories.com


En este cuento, incluido en la compilación hecha por Jacob y Wilhem Grimm en el siglo XIX, se puede ver que la madrastra intenta matarla cuatro veces. La mayoría de las versiones desconocen que intentó asfixiarla con un lazo o que le dio un peine envenado.  Muchos solo conocen el intento con la manzana. Además en pocas versiones actuales se cuenta que la reina pretendió comerse el corazón y el hígado de la pobre niña. 

Adicionalmente, la versión cinematográfica más conocida habla de que Blancanieves despertó al ser besada por un príncipe, lo cual no ocurre realmente en la historia original.  Siempre me pregunté por qué un beso podría despertarla, y por qué si estaba envenenada, el príncipe no sufría los efectos del veneno, pero la explicación que dan los hermanos Grimm es mucho mas convincente: al tropezar uno de los sirvientes que cargan el ataúd, el trozo de manzana, aún alojado en la garganta de la niña, se desplaza y retorna a la vida. 

Como pueden ver, nos quieren engañados... 

Vayan a las fuentes. Son mucho mas  interesantes que los resúmenes. 

En alguna próxima entrada les hablaré de Giambatista Basile y su Thalía, Sol y Luna. Quedarán estupefactos. 


miércoles, 2 de abril de 2025

Rodrigo Bastidas y escribir el Bilenio.

Gracias al apoyo de la Red de Talleres de escritura creativa y talleres literarios, RELATA, el lunes 31 de marzo tuvimos en el Taller de Historias (adscrito a la red) la visita del escritor y editor Rodrigo Bastidas quien nos habló de la literatura de ficción. 

Agradecemos al profesor Bastidas el habernos compartido un poco de su amplio conocimiento del tema y el entusiasmo con el que abordó el tema. 

Igualmente agradecemos a la Red RELATA gestión.  A los compañeros del Taller de Historias, y a los participantes de los Talleres hermanos que nos acompañaron. (Taller Isotopias, Taller Comedal, y Talleres de  Crea-Accion Literaria en sus modalidades virtual y presencial)


 

Rodrigo Bastidas Pérez, nacido en Pasto en 1979, es un escritor y académico colombiano especializado en literatura y ciencia ficción. Es doctor en Literatura por la Universidad de Los Andes y posee una maestría en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Además, ha sido candidato a una maestría en Literatura Latinoamericana y Española en la Universidad de Buenos Aires. Su labor académica incluye la publicación de artículos teóricos, históricos y críticos en revistas especializadas de Argentina, Perú y Colombia. ​Es profesor de literatura en prestigiosas universidades del país. 

El profesor Bastidas ha desempeñado un papel clave en la promoción de la ciencia ficción en Colombia. Ha compilado y publicado varias antologías que destacan la diversidad y riqueza del género en el país, entre las que se encuentran:​


 



 

miércoles, 26 de marzo de 2025

Rodrigo Bastidas en el Taller de Historias

El Taller de Historias (Adscrito a la Red de Talleres de literatura Creativa y Tertulias literarias RELATA)

Tendrá como invitado al escritor Rodrigo Bastidas, quien nos hablará sobre la Literatura de ficción, y sobre los procesos editoriales



Dos sesiones virtuales. 

📆 Lunes 31 de marzo

📅 Lunes 7 de abril 

🖥️ Modalidad virtual

⏰Hora: 6:30 a 8:30 pm


🔗 meet.google.com/kpo-jghq-enj



No requiere inscripción previa.

miércoles, 15 de enero de 2025

Escribir para niños. Isaac Bashevis Singer

Esta semana quiero  compartirles un decálogo con el que el escritor judío Isaac Bashevis Singer cerró su discurso luego de recibir el Premio Nobel de Literatura en 1978.


"Señoras y señores: Hay quinientas razones por las que empecé a escribir para niños, pero para ahorrar tiempo voy a mencionar solo diez:

1.  Los niños leen libros, no reseñas. Los críticos les importan un bledo.

2.  Los niños no leen para descubrir su identidad.

3.  No leen para liberarse de culpa, para sofocar su sed de rebelión o para liberarse de la alienación.

4.  La psicología no les sirve para nada.

5.  Detestan la sociología.

6.  No intentan entender a Kafka o Finnegans Wake.

7.  Aún creen en Dios, la familia, los ángeles, los demonios, las brujas, los duendes, la lógica, la claridad, los signos de puntuación y cosas tan obsoletas como estas.

8.  Aman las historias interesantes, no los comentarios, ni las guías de lectura ni las notas a pie de página.

9.  Cuando un libro los aburre bostezan abiertamente sin vergüenza alguna ni miedo a la autoridad.

10. No esperan que su escritor favorito salve a la humanidad. Saben, porque son jóvenes, que esto no está en su poder. Solo los adultos tienen esas ilusiones infantiles".



miércoles, 18 de septiembre de 2024

El hombre bicentenario: Isaac Asimov

Esta semana, un cuento de Isaac Asimov:  El hombre bicentenario.   Esta obra fue llevada al cine con algunas licencias que cambian un poco la historia. 

Aquí va el cuento original. 


 

El hombre bicentenario

Isaac Asimov


Las Tres Leyes de la robótica:

  • Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
  • Un robot debe obedecer las órdenes impartidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes estén reñidas con la Primera Ley.
  • Un robot debe proteger su propia existencia, mientras dicha protección no esté reñida ni con la Primera ni con la Segunda Ley.


1

—Gracias —dijo Andrew Martin, aceptando el asiento que le ofrecían. Su semblante no delataba a una persona acorralada, pero eso era.

En realidad su semblante no delataba nada, pues no dejaba ver otra expresión que la tristeza de los ojos. Tenía cabello lacio, castaño claro y fino, y no había vello en su rostro. Parecía recién afeitado. Vestía anticuadas, pero pulcras ropas de color rojo aterciopelado.

Al otro lado del escritorio estaba el cirujano, y la placa del escritorio incluía una serie identificatoria de letras y números, pero Andrew no se molestó en leerla. Bastaría con llamarle «doctor».

—¿Cuándo se puede realizar la operación, doctor? —preguntó.

El cirujano murmuró, con esa inalienable nota de respeto que un robot siempre usaba ante un ser humano:

—No estoy seguro de entender cómo o en quién debe realizarse esa operación, señor.

El rostro del cirujano habría revelado cierta respetuosa intransigencia si tal expresión —o cualquier otra— hubiera sido posible en el acero inoxidable con un ligero tono de bronce.

Andrew Martin estudió la mano derecha del robot, la mano quirúrgica, que descansaba sobre el escritorio. Los largos dedos estaban artísticamente modelados en curvas metálicas tan gráciles y apropiadas que era fácil imaginarlas empuñando un escalpelo que momentáneamente se transformaría en parte de los propios dedos.



En su trabajo no habría vacilaciones, tropiezos, temblores ni errores. Eso iba unido a la especialización; una especialización tan deseada por la humanidad que pocos robots poseían ya un cerebro independiente. Claro que un cirujano necesita cerebro, pero este estaba tan limitado en su capacidad que no reconocía a Andrew. Tal vez nunca le hubiera oído nombrar.

—¿Alguna vez ha pensado que le gustaría ser un hombre? —le preguntó Andrew.

El cirujano dudó un momento, como si la pregunta no encajara en sus sendas positrónicas.

—Pero yo soy un robot, señor.

—¿No sería preferible ser un hombre?

—Sería preferible ser mejor cirujano. No podría serlo si fuera hombre, sólo si fuese un robot más avanzado. Me gustaría ser un robot más avanzado.

—¿No le ofende que yo pueda darle órdenes, que yo pueda hacerle poner de pie, sentarse, moverse a derecha e izquierda, con sólo decirlo?

—Es mi placer agradarle. Si sus órdenes interfiriesen en mi funcionamiento respecto de usted o de cualquier otro ser humano, no le obedecería. La Primera Ley, concerniente a mi deber para con la seguridad humana, tendría prioridad sobre la Segunda Ley, la referente a la obediencia. De no ser así, la obediencia es un placer para mí… Pero ¿a quién debo operar?

—A mí.

—Imposible. Es una operación evidentemente dañina.

—Eso no importa —dijo Andrew con calma.

—No debo infligir daño —objetó el cirujano.

—A un ser humano no, pero yo también soy un robot.


2

Andrew tenía mucha más apariencia de robot cuando acabaron de manufacturarlo. Era como cualquier otro robot, con un diseño elegante y funcional.

Le fue bien en el hogar adonde lo llevaron, en aquellos días en que los robots eran una rareza en las casas y en el planeta.


Había cuatro personas en la casa: el «señor», la «señora», la «señorita» y la «niña». Conocía los nombres, pero nunca los usaba. El Señor se llamaba Gerald Martin.

Su número de serie era NDR… No se acordaba de las cifras. Había pasado mucho tiempo, pero si hubiera querido recordarlas habría podido hacerlo. Sólo que no quería.

La Niña fue la primera en llamarlo Andrew, porque no era capaz de pronunciar las letras, y todos hicieron lo mismo que ella.

La Niña… Llegó a vivir noventa años y había fallecido tiempo atrás. En cierta ocasión, él quiso llamarla Señora, pero ella no se lo permitió. Fue Niña hasta el día de su muerte.

Andrew estaba destinado a realizar tareas de ayuda de cámara, de mayordomo y de criado. Eran días experimentales para él y para todos los robots en todas partes, excepto en las factorías y las estaciones industriales y exploratorias que se hallaban fuera de la Tierra.

Los Martin le tenían afecto y muchas veces le impedían realizar su trabajo porque la Señorita y la Niña preferían jugar con él.

Fue la Señorita la primera en darse cuenta de cómo se podía solucionar aquello.

—Te ordenamos que juegues con nosotras y debes obedecer las órdenes —le dijo.

—Lo lamento, Señorita —contestó Andrew—, pero una orden previa del Señor sin duda tiene prioridad.

—Papá sólo dijo que esperaba que tú te encargaras de la limpieza —replicó ella—. Eso no es una orden. Yo sí te lo ordeno.

Al Señor no le importaba. El Señor sentía un gran cariño por la Señorita y por la Niña, incluso más que la Señora, y Andrew también les tenía cariño. Al menos, el efecto que ellas ejercían sobre sus actos eran aquellos que en un ser humano se hubieran considerado los efectos del cariño. Andrew lo consideraba cariño, pues no conocía otra palabra para designarlo.

Talló para la Niña un pendiente de madera. Ella se lo había ordenado. Al parecer, a la Señorita le habían regalado por su cumpleaños un pendiente de marfilina con volutas, y la Niña sentía celos. Sólo tenía un trozo de madera y se lo dio a Andrew con un cuchillo de cocina.

Andrew lo talló rápidamente.

—Qué bonito, Andrew —dijo la niña—. Se lo enseñaré a papá.

El Señor no podía creerlo.

—¿Dónde conseguiste esto, Mandy? —Así llamaba el Señor a la Niña. Cuando la Niña le aseguró que decía la verdad, el Señor se volvió hacia Andrew—. ¿Lo has hecho tú, Andrew?

—Sí, Señor.

—¿También el diseño?

—Sí, Señor.

—¿De dónde copiaste el diseño?

—Es una representación geométrica, Señor, que armoniza con la fibra de la madera.

Al día siguiente, el Señor le llevó otro trozo de madera y un vibrocuchillo eléctrico.

—Talla algo con esto, Andrew. Lo que quieras.

Andrew obedeció y el Señor le observó; luego, examinó el producto durante un largo rato. Después de eso, Andrew dejó de servir la mesa. Le ordenaron que leyera libros sobre diseño de muebles, y aprendió a fabricar gabinetes y escritorios.

El Señor le dijo:

—Son productos asombrosos, Andrew.

—Me complace hacerlos, Señor.

—¿Cómo que te complace?

—Los circuitos de mi cerebro funcionan con mayor fluidez. He oído usar el término «complacer» y el modo en que usted lo usa concuerda con mi modo de sentir. Me complace hacerlos, Señor.


3

Gerald Martin llevó a Andrew a la oficina regional de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos. Como miembro de la Legislatura Regional, no tuvo problemas para conseguir una entrevista con el jefe de robopsicología. Más aún, sólo estaba calificado para poseer un robot por ser miembro de la Legislatura. Los robots no eran algo habitual en aquellos días.

Andrew no comprendió nada al principio, pero en años posteriores, ya con mayores conocimientos, evocaría esa escena y lo comprendería.

El robopsicólogo, Merton Mansky, escuchó con el ceño cada vez más fruncido y realizó un esfuerzo para no tamborilear en la mesa con los dedos. Tenía tensos los rasgos y la frente arrugada y daba la impresión de ser más joven de lo que aparentaba.

—La robótica no es un arte exacto, señor Martin —dijo—. No puedo explicárselo detalladamente, pero la matemática que rige la configuración de las sendas positrónicas es tan compleja que sólo permite soluciones aproximadas. Naturalmente, como construimos todo en torno de las Tres Leyes, estas son incontrovertibles. Desde luego, reemplazaremos ese robot…

—En absoluto —protestó el Señor—. No se trata de un fallo. Él cumple perfectamente con sus deberes. El punto es que también realiza exquisitas tallas en madera y nunca repite los diseños. Produce obras de arte.

Mansky parecía confundido.

—Es extraño. Claro que actualmente estamos probando con sendas generalizadas… ¿Cree usted que es realmente creativo?

—Véalo usted mismo.

Le entregó una pequeña esfera de madera, en la que había una escena con niños tan pequeños que apenas se veían; pero las proporciones eran perfectas y armonizaban de un modo natural con la fibra, como si también esta estuviera tallada.

—¿Él hizo esto? —exclamó Mansky. Se lo devolvió, sacudiendo la cabeza—. Puramente fortuito. Algo que hay en sus sendas.

—¿Pueden repetirlo?

—Probablemente no. Nunca nos han informado de nada semejante.

—¡Bien! No me molesta en absoluto que Andrew sea el único.

—Me temo que la empresa querrá recuperar ese robot para estudiarlo.

—Olvídelo —replicó el Señor. Se volvió hacia Andrew—: Vámonos a casa.

—Como usted desee, Señor —dijo Andrew.


4

La Señorita salía con jovencitos y no estaba mucho en casa. Ahora era la Niña, que ya no era tan niña, quien llenaba el horizonte de Andrew. Nunca olvidaba que la primera talla en madera de Andrew había sido para ella. La llevaba en una cadena de plata que le pendía del cuello.

Fue ella la primera que se opuso a la costumbre del Señor a regalar los productos.

—Vamos, papá. Si alguien los quiere, que pague por ellos. Valen la pena.

—Tú no eres codiciosa, Mandy.

—No es por nosotros, papá. Es por el artista.

Andrew jamás había oído esa palabra y en cuanto tuvo un momento a solas la buscó en el diccionario.

Poco después realizaron otro viaje; en esa ocasión para visitar al abogado del Señor.

—¿Qué piensas de esto John? —le preguntó el Señor.

El abogado se llamaba John Feingold. Era canoso y barrigón, y los bordes de sus lentes contacto estaban teñidos de verde brillante. Miró la pequeña placa que el Señor le había entregado.

—Es bella… Pero estoy al tanto. Es una talla de un robot, ese que has traído contigo.

—Sí, es obra de Andrew. ¿Verdad, Andrew?

—Sí, Señor.

—¿Cuánto pagarías por esto John? —preguntó el Señor.

—No sé. No colecciono esos objetos.

—¿Creerías que me han ofrecido doscientos cincuenta dólares por esta cosita? Andrew ha fabricado también sillas que he vendido por quinientos dólares. Los productos de Andrew nos han permitido depositar doscientos mil dólares en el banco.

—¡Cielos, te está haciendo rico, Gerald!

—Sólo a medias. La mitad está en una cuenta a nombre de Andrew Martin.

—¿Del robot?

—Exacto, y quiero saber si es legal.

—¿Legal? —Feingold se reclinó en la silla, haciéndola crujir—. No hay precedentes, Gerald. ¿Cómo firmó tu robot los papeles necesarios?

—Sabe hacer la firma de su nombre y yo la llevé. No lo llevé a él al banco en persona. ¿Es preciso hacer algo más?

—Mmm… —Feingold entrecerró los ojos durante unos segundos—. Bueno, podemos crear un fondo fiduciario que maneje las finanzas en su nombre, lo cual hará de capa aislante entre él y el mundo hostil. Aparte de eso, mi consejo es que no hagas nada más. Hasta ahora nadie te ha detenido. Si alguien se opone, déjale que se querelle.

—¿Y te harás cargo del caso si hay alguna querella?

—Por un anticipo, claro que sí.

—¿De cuánto?

Feingold señaló la placa de madera.

—Algo como esto.

—Me parece justo —dijo el Señor.

Feingold se rio entre dientes mientras se volvía hacia el robot.

—Andrew, ¿te gusta tener dinero?

—Sí, señor.

—¿Qué piensas hacer con él?

—Pagar cosas que de lo contrario tendría que pagar el Señor. Esto le ahorrará gastos al Señor.


5

Hubo ocasiones para ello. Las reparaciones eran costosas y las revisiones aún más. Con los años se produjeron nuevos modelos de robot, y el Señor se preocupó de que Andrew contara con cada nuevo dispositivo, hasta que fue un dechado de excelencia metálica. El propio robot se encargaba de los gastos. Andrew insistía en ello.

Sólo sus sendas positrónicas permanecieron intactas. El Señor insistía en ello.

—Los nuevos no son tan buenos como tú, Andrew. Los nuevos robots no sirven. La empresa ha aprendido a hacer sendas más precisas, más específicas, más particulares. Los nuevos robots no son versátiles. Hacen aquello para lo cual están diseñados y jamás se desvían. Te prefiero a ti.

—Gracias, Señor.

—Y es obra tuya, Andrew, no lo olvides. Estoy seguro de que Mansky puso fin a las sendas generalizadas en cuanto te echó un buen vistazo. No le gustó que fueras tan imprevisible… ¿Sabes cuántas veces pidió que te lleváramos para estudiarte? ¡Nueve veces! Pero nunca se lo permití, y ahora que se ha retirado quizá nos dejen en paz.

El cabello del Señor disminuyó y encaneció, y el rostro se le puso fofo, pero Andrew tenía mejor aspecto que cuando entró a formar parte de la familia. La Señora se había unido a una colonia artística de Europa y la Señorita era poeta en Nueva York. A veces escribían, pero no con frecuencia. La Niña estaba casada y vivía a poca distancia. Decía que no quería abandonar a Andrew y cuando nació su hijo, el Señorito, dejó que el robot cogiera el biberón para alimentarlo.

Andrew comprendió que el Señor, con el nacimiento de ese nieto, tenía ya alguien que reemplazara a quienes se habían ido. No sería tan injusto presentarle su solicitud.

—Señor —le dijo—, ha sido usted muy amable al permitir que yo gastara mi dinero según mis deseos.

—Era tu dinero, Andrew.

—Sólo por voluntad de usted, Señor. No creo que la ley le hubiera impedido conservarlo.

—La ley no me va a persuadir de que me porte mal, Andrew.

—A pesar de todos los gastos y a pesar de los impuestos, Señor, tengo casi seiscientos mil dólares.

—Lo sé, Andrew.

—Quiero dárselos, Señor.

—No los aceptaré, Andrew.

—A cambio de algo que usted puede darme, Señor.

—Ah. ¿Qué es eso, Andrew?

—Mi libertad, Señor.

—Tu…

—Quiero comprar mi libertad, Señor.


6

No fue tan fácil. El Señor se sonrojó, soltó un «¡Por amor de Dios!», dio media vuelta y se alejó.

Fue la Niña quien logró convencerlo, en un tono duro y desafiante, y delante de Andrew. Durante treinta años, nadie había dudado en hablar en su presencia, tratárase de él o no. Era sólo un robot.

—Papá, ¿por qué te lo tomas como una afrenta personal? Él seguirá aquí. Continuará siéndote leal. No puede evitarlo. Lo tiene incorporado. Lo único que quiere es un formalismo verbal. Quiere que lo llamen libre. ¿Es tan terrible? ¿No se lo ha ganado? ¡Cielos!, él y yo hemos hablado de esto durante años.

—¿Conque durante años?

—Sí, una y otra vez lo ha ido postergando por temor a lastimarte. Yo le dije que te lo pidiera.

—Él no sabe qué es la libertad. Es un robot.

—Papá, no lo conoces. Ha leído todo lo que hay en la biblioteca. No sé qué siente por dentro, pero tampoco sé qué sientes tú. Cuando le hablas, reacciona ante las diversas abstracciones tal como tú y yo. ¿Qué otra cosa cuenta? Si las reacciones de alguien son como las nuestras, ¿qué más se puede pedir?

—La ley no adoptará esa actitud —se obstinó el Señor, exasperado. Se volvió hacia Andrew y le dijo con voz ronca—: ¡Mira, oye! No puedo liberarte a no ser de una forma legal, y si esto llega a los tribunales no sólo no obtendrás la libertad, sino que la ley se enterará oficialmente de tu fortuna. Te dirán que un robot no tiene derecho a ganar dinero. ¿Vale la pena que pierdas tu dinero por esta farsa?

—La libertad no tiene precio, Señor —replicó Andrew—. Sólo la posibilidad de obtenerla ya vale ese dinero.


7

El tribunal también podía pensar que la libertad no tenía precio y decidir que un robot no podía comprarla por mucho que pagase, por alto que fuese el precio.

La declaración del abogado regional, que representaba a quienes habían entablado un pleito conjunto para oponerse a la libertad de Andrew, fue esta: La palabra «libertad» no significa nada cuando se aplicaba a un robot, pues sólo un ser humano podía ser libre.

Lo repitió varias veces, siempre que le parecía apropiado; lentamente, moviendo las manos al son de las palabras.

La Niña pidió permiso para hablar en nombre de Andrew.

La llamaron por su nombre completo, el cual Andrew nunca había oído antes:

—Amanda Laura Martin Charney puede acercarse al estrado.

—Gracias, señoría. No soy abogada y no sé hablar con propiedad, pero espero que todos presten atención al significado e ignoren las palabras. Comprendamos qué significa ser libre en el caso de Andrew. En algunos sentidos, ya lo es. Lleva por lo menos veinte años sin que un miembro de la familia Martin le ordene hacer algo que él no hubiera hecho por propia voluntad. Pero, si lo deseamos, podemos ordenarle cualquier cosa y expresarlo con la mayor rudeza posible, porque es una máquina y nos pertenece. ¿Por qué ha de seguir en esa situación, cuando nos ha servido durante tanto tiempo y tan lealmente y ha ganado tanto dinero para nosotros? No nos debe nada más; los deudores somos nosotros. Aunque se nos prohibiera legalmente someter a Andrew a una servidumbre involuntaria, él nos serviría voluntariamente. Concederle la libertad será sólo una triquiñuela verbal, pero significaría muchísimo para él. Le daría todo y no nos costaría nada.

Por un momento pareció que el juez contenía una sonrisa.

—Entiendo su argumentación, señora Charney. Lo cierto es que a este respecto no existe una ley obligatoria ni un precedente. Sin embargo, existe el supuesto tácito de que sólo el ser humano puede gozar de libertad. Puedo establecer una nueva ley, o someterme a la decisión de un tribunal superior; pero no puedo fallar en contra de ese supuesto. Permítame interpelar al robot. ¡Andrew!

—Sí, señoría.

Era la primera vez que Andrew hablaba ante el tribunal y el juez se asombró de la modulación humana de aquella voz.

—¿Por qué quieres ser libre, Andrew? ¿En qué sentido es importante para ti?

—¿Desearía usted ser un esclavo, señoría?

—Pero no eres un esclavo. Eres un buen robot, un robot genial, por lo que me han dicho, capaz de expresiones artísticas sin parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueras libre?

—Quizá no pudiera hacer más de lo que hago ahora, señoría, pero lo haría con mayor alegría. Creo que sólo alguien que desea la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.

Y eso le proporcionó al juez un fundamento. El argumento central de su sentencia fue: «No hay derecho a negar la libertad a ningún objeto que posea una mente tan avanzada como para entender y desear ese estado».

Más adelante, el Tribunal Mundial ratificó la sentencia.


8

El Señor seguía disgustado y su áspero tono de voz hacía que Andrew se sintiera como si tuviese un cortocircuito.

—No quiero tu maldito dinero, Andrew. Lo tomaré sólo porque de lo contrario no te sentirías libre. A partir de ahora, puedes elegir tus tareas y hacerlas como te plazca. No te daré órdenes, excepto esta: que hagas lo que te plazca. Pero sigo siendo responsable de ti. Eso forma parte de la sentencia del juez. Espero que lo entiendas.

—No seas irascible, papá —interrumpió la Niña—. La responsabilidad no es una gran carga. Sabes que no tendrás que hacer nada. Las Tres Leyes siguen vigentes.

—Entonces, ¿en qué sentido es libre?

—¿Acaso los seres humanos no están obligados por sus leyes, Señor?

—No voy a discutir —dijo el Señor.

Se marchó, y a partir de entonces Andrew lo vio con poca frecuencia.

La Niña iba a verlo a menudo a la casita que le habían construido y entregado. No disponía de cocina ni de cuarto de baño. Sólo tenía dos habitaciones. Una era una biblioteca y la otra servía de depósito y taller. Andrew aceptó muchos encargos y como robot libre trabajó más que antes, hasta que pagó el coste de la casa y el edificio se le transfirió legalmente.

Un día, fue a verlo el Señorito…, no, ¡George! El Señorito había insistido en eso después de la sentencia del juez.

—Un robot libre no llama señorito a nadie —le había dicho George—. Yo te llamo Andrew. Tú debes llamarme George.

El día en que George fue a verlo a solas le informó de que el Señor estaba agonizando. La Niña se encontraba junto al lecho, pero el Señor también quería que estuviese Andrew.

El Señor habló con voz potente, aunque parecía incapaz de moverse. Se esforzó en levantar la mano.

—Andrew —dijo—, Andrew… No me ayudes, George. Me estoy muriendo, eso es todo, no estoy impedido… Andrew, me alegra que seas libre. Sólo quería decirte eso.

Andrew no supo qué decir. Nunca había estado frente a un moribundo, pero sabía que era el modo humano de dejar de funcionar. Era como ser desmontado de una manera involuntaria e irreversible, y Andrew no sabía qué era lo apropiado decir en ese momento. Sólo pudo quedarse en pie, callado e inmóvil.

Cuando todo terminó, la Niña le dijo:

—Tal vez te haya parecido huraño hacia el final, Andrew, pero estaba viejo y le dolió que quisieras ser libre.

Y entonces Andrew halló las palabras adecuadas:

—Nunca habría sido libre sin él, Niña.


9

Andrew comenzó a usar ropa después de la muerte del Señor. Empezó por ponerse unos pantalones viejos, unos que le había dado George.

George ya estaba casado y era abogado. Se incorporó a la firma de Feingold. El viejo Feingold había muerto tiempo atrás, pero su hija continuó con el bufete, que con el tiempo pasó a llamarse Feingold y Martin. Conservó ese nombre incluso cuando la hija se retiró y ningún Feingold la sucedió. En la época en que Andrew se puso ropa por primera vez, el apellido Martin acababa de añadirse a la firma.

George se esforzó en no sonreír al verle ponerse los pantalones por primera vez, pero Andrew le notó la sonrisa en los ojos.

George le enseñó a cómo manipular la carga de estática para permitir que los pantalones se abrieran, le cubrieran la parte inferior del cuerpo y se cerraran. George le hizo una demostración con sus propios pantalones, pero Andrew comprendió que él tardaría en imitar la soltura de ese movimiento.

—¿Y para qué quieres llevar pantalones, Andrew? —dijo George—. Tu cuerpo resulta tan bellamente funcional que es una pena cubrirlo; especialmente, cuando no tienes que preocuparte por la temperatura ni por el pudor. Y además no se ciñen bien sobre el metal.

—¿Acaso los cuerpos humanos no resultan bellamente funcionales, George? Sin embargo, os cubrís.

—Para abrigarnos, por limpieza, como protección, como adorno. Nada de eso se aplica en tu caso.

—Me siento desnudo sin ropa. Me siento diferente, George.

—¡Diferente! Andrew, hay millones de robots en la Tierra. En esta región, según el último censo, hay casi tantos robots como hombres.

—Lo sé, George. Hay robots que realizan cualquier tipo de tarea concebible.

—Y ninguno de ellos usa ropa.

—Pero ninguno de ellos es libre, George.

Poco a poco, Andrew mejoró su guardarropa. Lo inhibían la sonrisa de George y la mirada de las personas que le encargaban trabajos.

Aunque fuera libre, el detallado programa con que había sido construido le imponía un determinado comportamiento ante la gente, y sólo se animaba a avanzar poco a poco. La desaprobación directa lo contrariaba durante meses.

No todos aceptaban la libertad de Andrew. Él era incapaz de guardarles rencor, pero sus procesos mentales se encontraban con dificultades al pensar en ello.

Sobre todo, evitaba ponerse ropa cuando creía que la Niña iba a ir a verlo. Era ya una anciana que a menudo vivía lejos, en un clima más templado, pero en cuanto regresaba iba a visitarlo.

En uno de esos regresos, George le comentó:

—Ella me ha convencido, Andrew. Me presentaré como candidato a la Legislatura el año próximo. De tal abuelo, tal nieto, dice ella.

—De tal abuelo… —Andrew se interrumpió, desconcertado.

—Quiero decir que yo, el nieto, seré como el Señor, el abuelo, que estuvo un tiempo en la Legislatura.

—Eso sería agradable, George. Si el Señor aún estuviera…

Se interrumpió de nuevo, pues no quería decir «en funcionamiento». No parecía adecuado.

—Vivo —lo ayudó George—. Sí, pienso en el viejo monstruo de cuando en cuando.

Andrew reflexionó sobre esa conversación. Se daba cuenta de sus limitaciones de lenguaje al hablar con George. El idioma había cambiado un poco desde que Andrew se había convertido en un ser con un vocabulario innato. Además, George practicaba una lengua coloquial que el Señor y la Niña no utilizaban. ¿Por qué llamaba monstruo al Señor, cuando esa palabra no parecía la apropiada?

Los libros no lo ayudaban. Eran antiguos y la mayoría trataban de tallas en madera, de arte, o de diseño de muebles. No había ninguno sobre el idioma ni sobre las costumbres de los seres humanos.

Pensó que debía buscar los libros indicados y, como robot libre, supuso que sería mejor no preguntarle a George. Iría a la ciudad y haría uso de la biblioteca. Fue una decisión triunfal y sintió que su electropotencial se elevaba tanto que tuvo que activar una bobina de impedancia.

Se puso un atuendo completo, incluida una cadena de madera en el hombro. Hubiera preferido plástico brillante, pero George le había dicho que la madera resultaba más elegante y que el cedro bruñido era mucho más valioso.

Llevaba recorridos treinta metros cuando una creciente resistencia le hizo detenerse. Desactivó la bobina de impedancia, pero no fue suficiente. Entonces, regresó a la casa y anotó cuidadosamente en un papel: «Estoy en la biblioteca». Lo dejó a la vista, sobre la mesa.


10

No llegó a la biblioteca. Había estudiado el plano. Conocía el itinerario, pero no su apariencia. Los monumentos al natural no se asemejaban a los símbolos del plano y eso le hacía dudar. Finalmente pensó que debía de haberse equivocado, pues todo parecía extraño.

Se cruzó con algún que otro robot campesino, pero cuando se decidió a preguntar no había nadie a la vista. Pasó un vehículo y no se detuvo. Andrew se quedó de pie, indeciso, y entonces vio venir dos seres humanos por el campo.

Se volvió hacia ellos, y ellos cambiaron de rumbo para salirle al encuentro. Un instante antes iban hablando en voz alta, pero se habían callado. Tenían una expresión que Andrew asociaba con la incertidumbre de los humanos y eran jóvenes, aunque no mucho. ¿Veinte años? Andrew nunca sabía determinar la edad de los humanos.

—Señores, ¿podrían indicarme el camino hacia la biblioteca de la ciudad?

Uno de ellos, el más alto de los dos, que llevaba un enorme sombrero, le dijo al otro:

—Es un robot.

El otro tenía nariz prominente y párpados gruesos.

—Va vestido —comentó.

El alto chascó los dedos.

—Es el robot libre. En casa de los Martin tienen un robot que no pertenece a nadie. ¿Por qué otra razón iba a usar ropa?

—Pregúntaselo.

—¿Eres el robot de los Martin?

—Soy Andrew Martin, señor.

—Bien, pues quítate esa ropa. Los robots no usan ropa. —Y le dijo al otro—: Es repugnante. Míralo.

Andrew titubeó. Hacía tanto tiempo que no oía una orden en ese tono de voz que los circuitos de la Segunda Ley se atascaron un instante.

—Quítate la ropa —repitió el alto—. Te lo ordeno.

Andrew empezó a desvestirse.

—Tíralas allí —le ordenó el alto.

—Si no pertenece a nadie —sugirió el de nariz prominente—, podría ser nuestro.

—De cualquier modo —dijo el alto—, ¿quién va a poner objeciones a lo que hagamos? No estamos dañando ninguna propiedad… —Y le indicó a Andrew—: Apóyate sobre la cabeza.

—La cabeza no es para… —balbuceó él.

—Es una orden. Si no sabes cómo hacerlo, inténtalo.

Andrew volvió a dudar y luego apoyó la cabeza en el suelo. Intentó levantar las piernas y cayó pesadamente.

—Quédate quieto —le ordenó el alto. Y le dijo al otro—: Podemos desmontarlo. ¿Alguna vez has desmontado un robot?

—¿Nos dejará hacerlo?

—¿Cómo podría impedirlo?

Andrew no tenía modo de impedirlo si le ordenaban no resistirse.

La Segunda Ley, la de obediencia, tenía prioridad sobre la Tercera Ley, la de supervivencia. En cualquier caso, no podía defenderse sin hacerles daño, y eso significaría violar la Primera Ley. Ante ese pensamiento, sus unidades motrices se contrajeron ligeramente y Andrew se quedó allí tiritando.

El alto lo empujó con el pie.

—Es pesado. Creo que vamos a necesitar herramientas para este trabajo.

—Podríamos ordenarle que se desmonte el mismo. Sería divertido verle intentarlo.

—Sí —asintió el alto, pensativamente—, pero apartémoslo del camino. Si viene alguien…

Era demasiado tarde. Alguien venía, y era George. Andrew le vio cruzar una loma a lo lejos. Le hubiera gustado hacerle señas, pero la última orden había sido la de que se quedara quieto.

George echó a correr y llegó con el aliento entrecortado. Los dos jóvenes retrocedieron unos pasos.

—Andrew, ¿ha pasado algo?

—Estoy bien, George.

—Entonces ponte de pie… ¿Qué pasa con tu ropa?

—¿Es tu robot, amigo? —preguntó el alto.

—No es el robot de nadie. ¿Qué ha ocurrido aquí?

—Le pedimos cortésmente que se quitara la ropa. ¿Por qué te molesta, si no es tuyo?

—¿Qué hacían, Andrew?

—Tenían la intención de desmembrarme. Estaban a punto de trasladarme a un lugar tranquilo para ordenarme que me desmontara yo mismo.

George se volvió hacia ellos. Le temblaba la barbilla. Los dos jóvenes no retrocedieron más. Sonreían.

—¿Qué piensas hacer, gordinflón? —dijo el alto, con tono burlón—. ¿Atacarnos?

—No. No es necesario. Este robot ha vivido con mi familia durante más de setenta años. Nos conoce y nos estima más que a nadie. Le diré que vosotros dos me estáis amenazando y queréis matarme. Le pediré que me defienda. Entre vosotros y yo, optará por mí. ¿Sabéis qué os ocurrirá cuando os ataque? —Los dos jóvenes recularon atemorizados—. Andrew, corro peligro porque estos dos quieren hacerme daño. ¡Ve hacia ellos!

Andrew obedeció, y los dos jóvenes no esperaron. Pusieron los pies en polvorosa.

—De acuerdo, Andrew, cálmate —dijo George, un poco demudado, pues ya no estaba en edad para enzarzarse con un joven y menos con dos.

—No podría haberlos lastimado, George. Vi que no te estaban atacando.

—No te ordené que los atacaras, sólo que fueras hacia ellos. Su miedo hizo lo demás.

—¿Cómo pueden temer a los robots?

—Es una enfermedad humana, de la que aún no nos hemos curado. Pero eso no importa. ¿Qué demonios haces aquí, Andrew? Estaba a punto de regresar y contratar un helicóptero cuando te encontré. ¿Cómo se te ocurrió ir a la biblioteca? Yo te hubiera traído los libros que necesitaras.

—Soy un…

—Robot libre. Sí, vale. ¿Qué querías de la biblioteca?

—Quiero saber más acerca de los seres humanos, del mundo, de todo. Y acerca de los robots, George. Quiero escribir una historia de los robots.

—Bien, vayamos a casa… Y recoge tus ropas, Andrew. Hay un millón de libros sobre robótica y todos ellos incluyen historias de la ciencia. El mundo no sólo se está saturando de robots, sino de información sobre ellos.

Andrew meneó la cabeza; un gesto humano que había adquirido recientemente.

—No me refiero a una historia de la robótica, George, sino a una historia de los robots, escrita por un robot. Quiero explicar lo que sienten los robots acerca de lo que ha ocurrido desde que se les permitió trabajar y vivir en la Tierra.

George enarcó las cejas, pero no dijo nada.


11

La Niña ya tenía más de ochenta y tres años, pero no había perdido energía ni determinación. Usaba el bastón más para gesticular que para apoyarse.

Escuchó la historia hecha una furia.

—Es espantoso, George. ¿Quiénes eran esos rufianes?

—No lo sé. ¿Qué importa? Al final no causaron daño.

—Pero pudieron causarlo. Tú eres abogado, George, y si disfrutas de una buena posición se debe al talento de Andrew. El dinero que él ganó es el cimiento de todo lo que tenemos aquí. Él da continuidad a esta familia y no permitiré que lo traten como a un juguete de cuerda.

—¿Qué quieres que haga, madre?

—He dicho que eres abogado, ¿es que no me escuchas? Prepara una acción constitutiva, obliga a los tribunales regionales a declarar los derechos de los robots, logra que la Legislatura apruebe las leyes necesarias y lleva el asunto al Tribunal Mundial si es preciso. Estaré vigilando, George, y no toleraré vacilaciones.

Hablaba en serio, y lo que comenzó como un modo de aplacar a esa formidable anciana se transformó en un asunto complejo, tan enmarañado que resultaba interesante. Como socio más antiguo de Feingold y Martin, George planeó la estrategia, pero dejó el trabajo a sus colegas más jóvenes, entre ellos su hijo Paul, que también trabajaba en la firma y casi todos los días le presentaba un informe a la abuela. Ella, a su vez, deliberaba todos los días con Andrew.

Andrew estaba profundamente involucrado. Postergó nuevamente su trabajo en el libro sobre los robots mientras cavilaba sobre las argumentaciones judiciales, y en ocasiones hacía útiles sugerencias.

—George me dijo que los seres humanos siempre han temido a los robots —dijo una vez—. Mientras sea así, los tribunales y las legislaturas no trabajarán a favor de ellos. ¿No tendría que hacerse algo con la opinión pública?

Así que, mientras Paul permanecía en el juzgado, George optó por la tribuna pública. Eso le permitía ser informal y llegaba al extremo de usar esa ropa nueva y floja que llamaban «harapos».

—Pero no te la pises en el estrado, papá —le advirtió Paul.

Interpeló a la convención anual de holonoticias en una ocasión, diciendo:

—Si en virtud de la Segunda Ley podemos exigir a cualquier robot obediencia ilimitada en todos los aspectos que entrañan daño para un ser humano, entonces cualquier ser humano tiene un temible poder sobre cualquier robot. Como la Segunda Ley tiene prioridad sobre la Tercera, cualquier ser humano puede hacer uso de la ley de obediencia para anular la ley de autoprotección. Puede ordenarle a cualquier robot que se haga daño a sí mismo o que se autodestruya, sólo por capricho.

»¿Es eso justo? ¿Trataríamos así a un animal? Hasta un objeto inanimado que nos ha prestado un buen servicio se gana nuestra consideración. Y un robot no es insensible. No es un animal. Puede pensar, hablar, razonar, bromear. ¿Podemos tratarlos como amigos, podemos trabajar con ellos y no brindarles el fruto de esa amistad, el beneficio de la colaboración mutua?

»Si un ser humano tiene el derecho de darle a un robot cualquier orden que no suponga daño para un ser humano, debería tener la decencia de no darle a un robot ninguna orden que suponga daño para un robot, a menos que lo requiera la seguridad humana. Un gran poder supone una gran responsabilidad, y si los robots tienen tres leyes para proteger a los hombres ¿es mucho pedir que los hombres tengan un par de leyes para proteger a los robots?

Andrew tenía razón. La batalla por ganarse a la opinión pública fue la clave en los tribunales y en la Legislatura, y al final se aprobó una ley que imponía unas condiciones, según las cuales se prohibían las órdenes lesivas para los robots. Tenía muchos vericuetos y los castigos por violar la ley eran insuficientes, pero el principio quedó establecido. La Legislatura Mundial la aprobó el día de la muerte de la Niña.

No fue coincidencia que la Niña se aferrara a la vida tan desesperadamente durante el último debate y sólo cejara cuando le comunicaron la victoria. Su última sonrisa fue para Andrew. Sus últimas palabras fueron:

—Fuiste bueno con nosotros, Andrew.

Murió cogiéndole la mano, mientras George, con su esposa y sus hijos, permanecía a respetuosa distancia de ambos.


12

Andrew aguardó pacientemente mientras el recepcionista entraba en el despacho. El robot podría haber usado el interfono holográfico, pero sin duda era presa de cierto nerviosismo por tener que tratar con otro robot y no con un ser humano.

Andrew se entretuvo cavilando sobre esa cuestión. ¿«Nerviosismo» era la palabra adecuada para una criatura que en vez de nervios tenía sendas positrónicas? ¿Podía usarse como un término analógico?

Esos problemas surgían con frecuencia mientras trabajaba en su libro sobre los robots. El esfuerzo de pensar frases para expresar todas las complejidades le había mejorado el vocabulario.

Algunas personas lo miraban al pasar, y él no eludía sus miradas. Las afrontaba con calma y la gente se alejaba.

Salió Paul Martin. Parecía sorprendido, aunque Andrew tuvo dificultades para verle la expresión, pues Paul usaba ese grueso maquillaje que la moda imponía para ambos sexos y, aunque le confería más vigor a su blando rostro, Andrew lo desaprobaba. Había notado que desaprobar a los seres humanos no lo inquietaba demasiado mientras no lo manifestara verbalmente. Incluso podía expresarlo por escrito. Estaba seguro de que no siempre había sido así.

—Entra, Andrew. Lamento haberte hecho esperar, pero tenía que concluir una tarea. Entra. Me dijiste que querías hablar conmigo, pero no sabía que querías hablarme aquí.

—Si estás ocupado, Paul, estoy dispuesto a esperar.

Paul miró el juego de sombras cambiantes en el cuadrante de la pared que servía como reloj.

—Dispongo de un rato. ¿Has venido solo?

—Alquilé un automatomóvil.

—¿Algún problema? —preguntó Paul, con cierta ansiedad.

—No esperaba ninguno. Mis derechos están protegidos.

La ansiedad de Paul se agudizó.

—Andrew, te he explicado que la ley no es de ejecución obligatoria salvo en situaciones excepcionales… Y si insistes en usar ropa acabarás teniendo problemas, como aquella primera vez.

—La única, Paul. Lamento que estés disgustado.

—Bien, míralo de este modo: eres prácticamente una leyenda viviente, Andrew, y eres demasiado valioso para arrogarte el derecho de ponerte en peligro… ¿Cómo anda el libro?

—Me estoy acercando al final, Paul. El editor está muy contento.

—¡Bien!

—No sé si se encuentra contento exactamente con el libro en cuanto tal. Creo que piensa vender muchos ejemplares porque está escrito por un robot, y eso le hace estar contento.

—Me temo que es muy humano.

—No estoy disgustado. Que se venda, sea cual sea la razón, porque eso significará dinero y me vendrá bien.

—La abuela te dejó…

—La Niña era generosa y sé que puedo contar con la ayuda de la familia. Pero espero que los derechos del libro me ayuden en el próximo paso.

—¿De qué hablas?

—Quiero ver al presidente de Robots y Hombres Mecánicos S.A. He intentado concertar una cita, pero hasta ahora no pude dar con él. La empresa no colaboró conmigo en la preparación del libro, así que no me sorprende.

Paul estaba divirtiéndose.

—Colaboración es lo último que puedes esperar. La empresa no colaboró con nosotros en nuestra gran lucha por los derechos de los robots. Todo lo contrario, ya entiendes por qué: si les otorgas derechos a los robots, quizá la gente no quiera comprarlos.

—Pero si llamas tú, podrás conseguirme una entrevista.

—Me tienen tan poca simpatía como a ti, Andrew.

—Quizá puedas insinuar que la firma Feingold y Martin está dispuesta a iniciar una campaña para reforzar aún más los derechos de los robots.

—¿No sería una mentira, Andrew?

—Sí, Paul, y yo no puedo mentir. Por eso debes llamar tú.

—Ah, no puedes mentir, pero puedes instigarme a mentir, ¿verdad? Eres cada vez más humano, Andrew.


13

No fue fácil, a pesar del renombre de Paul.

Pero al fin se logró. Harley Smythe-Robertson, que descendía del fundador de la empresa por línea materna y había adoptado ese guion en el apellido para indicarlo, parecía disgustado. Se aproximaba a la edad de jubilarse, y el tema de los derechos de los robots había acaparado su gestión como presidente. Llevaba el cabello gris aplastado y el rostro sin maquillaje. Miraba a Andrew con hostilidad.

—Hace un siglo —dijo Andrew—, un tal Merton Mansky, de esta empresa, me dijo que la matemática que rige la trama de las sendas positrónicas era tan compleja que sólo permitía soluciones complejas y, por lo tanto, mis aptitudes no eran del todo previsibles.

—Eso fue hace un siglo. —Smythe-Robertson dudó un momento; luego, añadió en un tono frío—: Ya no es así. Nuestros robots están construidos con precisión y adiestrados con precisión para realizar sus tareas.

—Sí —asintió Paul, que estaba allí para cerciorarse de que la empresa actuara limpiamente—, con el resultado de que mi recepcionista necesita asesoramiento cada vez que se aparta de una tarea convencional.

—Más se disgustaría usted si se pusiera a improvisar —replicó Smythe-Robertson.

—Entonces, ¿ustedes ya no manufacturan robots como yo, flexibles y adaptables? —preguntó Andrew.

—No.

—La investigación que he realizado para preparar mi libro —prosiguió Andrew— indica que soy el robot más antiguo en activo.

—El más antiguo ahora y el más antiguo siempre. El más antiguo que habrá nunca. Ningún robot es útil después de veinticinco años. Los recuperamos para reemplazarlos por modelos más nuevos.

—Ningún robot es útil después de veinticinco años tal como se los fabrica ahora —señaló Paul—. Andrew es muy especial en ese sentido.

Andrew, ateniéndose al rumbo que se había trazado, dijo:

—Por ser el robot más antiguo y flexible del mundo, ¿no soy tan excepcional como para merecer un tratamiento especial por parte de la empresa?

—En absoluto —respondió Smythe-Robertson—. Ese carácter excepcional es un estorbo para la empresa. Si usted estuviera alquilado, en vez de haber sido vendido por una infortunada decisión, lo habríamos reemplazado hace muchísimo tiempo.

—Pero de eso se trata —se animó Andrew—. Soy un robot libre y soy dueño de mí mismo. Por lo tanto, acudo a usted para pedirle que me reemplace. Usted no puede hacerlo sin consentimiento del dueño. En la actualidad, ese consentimiento se incluye obligatoriamente como condición para el alquiler, pero en mi época no era así.

Smythe-Robertson estaba estupefacto y desconcertado, y guardó silencio. Andrew observó el holograma de la pared. Era una máscara mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de la robótica. Había muerto dos siglos atrás, pero después de escribir el libro Andrew la conocía tan bien que tenía la sensación de haberla tratado personalmente.

—¿Cómo puedo reemplazarle? —replicó Smythe-Robertson—. Si le reemplazo como robot, ¿cómo puedo darle el nuevo robot a usted, el propietario, si en el momento del reemplazo usted deja de existir?

Sonrió de un modo siniestro.

—No es difícil —terció Paul—. La personalidad de Andrew está asentada en su cerebro positrónico, y esa parte no se puede reemplazar sin crear un nuevo robot. Por consiguiente, el cerebro positrónico es Andrew el propietario. Todas las demás piezas del cuerpo del robot se pueden reemplazar sin alterar la personalidad del robot, y esas piezas pertenecen al cerebro. Yo diría que Andrew desea proporcionarle a su cerebro un nuevo cuerpo robótico.

—En efecto —asintió Andrew. Se volvió hacia Smythe-Robertson—. Ustedes han fabricado androides, ¿verdad?, robots que tienen apariencia humana, incluida la textura de la piel.

—Sí, lo hemos hecho. Funcionaban perfectamente con su cutis y sus tendones fibrosíntéticos. Prácticamente no había nada de metal, salvo en el cerebro, pero eran tan resistentes como los robots de metal. Más resistentes, en realidad.

Paul se interesó:

—No lo sabía. ¿Cuántos hay en el mercado?

—Ninguno —contestó Smythe-Robertson—. Eran mucho más caros que los modelos de metal, y un estudio del mercado reveló que no serían aceptados. Parecían demasiado humanos.

—Pero la empresa conserva toda su destreza —afirmó Andrew—. Deseo, pues, ser reemplazado por un robot orgánico, por un androide.

—¡Santo cielo! —exclamó Paul.

Smythe-Robertson se puso rígido.

—¡Eso es imposible!

—¿Por qué imposible? —preguntó Andrew—. Pagaré lo que sea, dentro de lo razonable, por supuesto.

—No fabricamos androides.

—No quieren fabricar androides —intervino Paul—. Eso no es lo mismo que no poseer la capacidad para fabricarlos.

—De todos modos, fabricar androides va contra nuestra política pública.

—No hay ley que lo prohíba —señaló Paul.

—Aun así, no los fabricamos ni pensamos hacerlo.

Paul se aclaró la garganta.

—Señor Smythe-Robertson, Andrew es un robot libre y está amparado por la ley que garantiza los derechos de los robots. Entiendo que usted está al corriente de ello.

—Ya lo creo.

—Este robot, como robot, libre, opta por usar vestimenta. Por esta razón, a menudo es humillado por seres humanos desconsiderados, a pesar de la ley que prohíbe humillar a los robots. Es difícil tomar medidas contra infracciones vagas que no cuentan con la reprobación general de quienes deben decidir sobre la culpa y la inocencia.

—Nuestra empresa lo comprendió desde el principio. Lamentablemente, la firma de su padre no.

—Mi padre ha muerto, pero en este asunto veo una clara infracción, con una parte perjudicada.

—¿De qué habla? —gruñó Smythe-Robertson.

—Andrew Martin, que acaba de convertirse en mi cliente, es un robot libre capacitado para solicitar a Robots y Hombres Mecánicos el derecho de reemplazo, el cual la empresa otorga a quien posee un robot durante más de veinticinco años. Más aún, la empresa insiste en que haya reemplazos. —Paul sonrió con desenfado—. El cerebro positrónico de mi cliente es propietario del cuerpo de mi cliente, que, desde luego, tiene más de veinticinco años. El cerebro positrónico exige el reemplazo del cuerpo y ofrece pagar un precio razonable por un cuerpo de androide, en calidad de dicho reemplazo. Si usted rechaza el requerimiento, mi cliente sufrirá una humillación y presentaremos una querella. Además, aunque la opinión pública no respaldara la reclamación de un robot en este caso, le recuerdo que su empresa no goza de popularidad. Hasta quienes más utilizan los robots y se aprovechan de ellos recelan de la empresa. Esto puede ser un vestigio de tiempos en que los robots eran muy temidos. Puede ser resentimiento contra el poderío y la riqueza de Robots y Hombres Mecánicos, que ostenta el monopolio mundial. Sea cual fuera la causa, el resentimiento existe y creo que usted preferirá no ir a juicio, teniendo en cuenta que mi cliente es rico y que vivirá muchos siglos, lo cual le permitirá prolongar la batalla eternamente.

Smythe-Robertson se había ruborizado.

—Usted intenta obligarme a…

—No le obligo a nada. Si desea rechazar la razonable solicitud de mi cliente, puede hacerlo y nos marcharemos sin decir más… Pero entablaremos un pleito, como es nuestro derecho, y a la larga usted perderá.

—Bien… —empezó Smythe-Robertson, y se calló.

—Veo que va usted a aceptar. Puede que tenga dudas, pero al fin aceptará. Le haré otra aclaración. Si, al transferir el cerebro positrónico de mi cliente de su cuerpo actual a un cuerpo orgánico se produce alguna lesión, por leve que sea, no descansaré hasta haber arruinado a su empresa. De ser necesario, haré todo lo posible para movilizar a la opinión pública contra ustedes si una senda del cerebro de platinoiridio de mi cliente sufre algún daño. ¿Estás de acuerdo, Andrew?

Andrew titubeó. Era como aprobar la mentira, el chantaje, el mal trato y la humillación de un ser humano. Pero no hay daño físico, se dijo, no hay daño físico.

Finalmente logró pronunciar un tímido sí.



14

Era como estar reconstruido. Durante días, semanas y meses Andrew se sintió como otra persona, y los actos más sencillos le hacían vacilar.

Paul estaba frenético.

—Te han dañado, Andrew. Tendremos que entablar un pleito.

—No lo hagas —dijo Andrew muy despacio—. Nunca podrás probar pr…

—¿Premeditación?

—Premeditación. Además, ya me encuentro más fuerte, mejor. Es el t…

—¿Temblor?

—Trauma. A fin de cuentas, nunca antes se practicó semejante oper… oper…

Andrew sentía el cerebro desde dentro, algo que nadie más podía hacer. Sabía que se encontraba bien y, durante los meses que le llevó aprender la plena coordinación y el pleno interjuego positrónico, se pasó horas ante el espejo.

¡No parecía humano! El rostro era rígido y los movimientos, demasiado deliberados. Carecía de la soltura del ser humano, pero quizá pudiera lograrlo con el tiempo. Al menos, podía ponerse ropa sin la ridícula anomalía de tener un rostro de metal.

—Volveré al trabajo.

Paul sonrió.

—Eso significa que ya estás bien. ¿Qué piensas hacer? ¿Escribirás otro libro?

—No —respondió muy serio—. Vivo demasiado tiempo como para dejarme seducir por una sola carrera. Hubo un tiempo en que era artista y aún puedo volver a esa ocupación. Y hubo un tiempo en que fui historiador y aún puedo volver a eso. Pero ahora deseo ser robobiólogo.

—Robopsicólogo, querrás decir.

—No. Eso implicaría el estudio de cerebros positrónicos, y en este momento no deseo hacerlo. Un robobiólogo sería alguien que estudia el funcionamiento del cuerpo que va con ese cerebro.

—¿Eso no se llamaría un robotista?

—Un robotista trabaja con un cuerpo de metal. Yo estudiaré un cuerpo humanoide orgánico, y el único espécimen que existe es el mío.

—Un campo muy limitado —observó Paul—. Como artista, toda la inspiración te pertenecía; como historiador, estudiabas principalmente los robots; como robobiólogo, sólo te estudiarás a ti mismo.

Andrew asintió con la cabeza.

—Eso parece.

Andrew tuvo que comenzar desde el principio, pues no sabía nada de biología y casi nada de ciencias. Empezó a frecuentar bibliotecas, donde consultaba índices electrónicos durante horas, con su apariencia totalmente normal debido a la ropa. Los pocos que sabían que era un robot no se entrometían.

Construyó un laboratorio en una sala que añadió a su casa, y también se hizo una biblioteca.

Transcurrieron años. Un día, Paul fue a verlo.

—Es una lástima que ya no trabajes en la historia de los robots. Tengo entendido que Robots y Hombres Mecánicos está adoptando una política radicalmente nueva.

Paul había envejecido, y unas células fotoópticas habían reemplazado sus deteriorados ojos. En ese aspecto estaba más cerca de Andrew.

—¿Qué han hecho? —preguntó Andrew.

—Están fabricando ordenadores centrales, cerebros positrónicos gigantescos que se comunican por microondas con miles de robots. Los robots no poseen cerebro. Son las extremidades del gigantesco cerebro, y los dos están separados físicamente.

—¿Es más eficiente?

—La empresa afirma que sí. Smythe-Robertson marcó el nuevo rumbo antes de morir. Sin embargo, tengo la sospecha de que es una reacción contra ti. No quieren fabricar robots que les causen problemas como tú, y por eso han separado el cerebro del cuerpo. El cerebro no deseará cambiar de cuerpo y el cuerpo no tendrá un cerebro que desee nada. Es asombrosa la influencia que has ejercido en la historia de los robots. Tus facultades artísticas animaron a la empresa a fabricar robots más precisos y especializados; tu libertad derivó en la formulación del principio de los derechos robóticos; tu insistencia en tener un cuerpo de androide hizo que la empresa separase el cerebro del cuerpo.

—Supongo que al final la empresa fabricará un enorme cerebro que controlará miles de millones de cuerpos robóticos. Todos los huevos en un cesto. Peligroso. Muy desatinado.

—Me parece que tienes razón. Pero no creo que ocurra hasta dentro de un siglo y yo no viviré para verlo. Quizá ni siquiera viva para ver el año próximo.

—¡Paul! —exclamó Andrew, preocupado.

Paul se encogió de hombros.

—Somos mortales, Andrew, no somos como tú. No importa demasiado, pero sí es importante aclararte algo. Soy el último humano de los Martin. Hay descendientes de mi tía abuela, pero ellos no cuentan. El dinero que controlo personalmente quedará en un fondo a tu nombre y, en la medida en que uno puede prever el futuro, estarás económicamente a salvo.

—Eso es innecesario —rechazó Andrew con dificultad, pues a pesar de todo ese tiempo no lograba habituarse a la muerte de los Martin.

—No discutamos. Así serán las cosas. ¿En qué estás trabajando?

—Diseño un sistema que permita que los androides, yo mismo, obtengan energía de la combustión de hidrocarburos, y no de las células atómicas.

Paul enarcó las cejas.

—¿De modo que puedan respirar y comer?

—Sí.

—¿Cuánto hace que investigas ese problema?

—Mucho tiempo, pero creo que he diseñado una cámara de combustión adecuada para una descomposición catalizada controlada.

—¿Pero por qué, Andrew? La célula atómica es infinitamente mejor.

—En ciertos sentidos, quizá; pero la célula atómica es inhumana.


15

Le llevó tiempo, pero Andrew tenía tiempo de sobra. Ante todo, no quiso hacer nada hasta que Paul muriese en paz.

Con la muerte del bisnieto del Señor, Andrew se sintió más expuesto a un mundo hostil, de modo que estaba aún más resuelto a seguir el rumbo que había escogido tiempo atrás.

Pero no estaba solo. Aunque un hombre había muerto, la firma Feingold y Martin seguía viva, pues una empresa no muere, así como no muere un robot. La firma tenía sus instrucciones y las cumplió al pie de la letra. A través del fondo fiduciario y la firma legal, Andrew conservó su fortuna y, a cambio de una suculenta comisión anual, Feingold y Martin se involucró en los aspectos legales de la nueva cámara de combustión.

Cuando llegó el momento de visitar Robots y Hombres Mecánicos S.A., lo hizo a solas. En una ocasión había ido con el Señor y en otra con Paul; esa vez era la tercera, estaba solo y parecía un hombre.

La empresa había cambiado. La planta de producción se había desplazado a una gran estación espacial, como ocurría con muchas industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra parecía cada vez más un parque, con una población estable de mil millones de personas y una población similar de robots, de los cuales un treinta por ciento estaban dotados de un cerebro autónomo.

El director de investigaciones era Alvin Magdescu, de tez y cabello oscuros y barba puntiaguda. Sobre la cintura sólo usaba la faja pectoral impuesta por la moda. Andrew vestía según la anticuada moda de hacía varias décadas.

—Te conozco, desde luego —dijo Magdescu—, y me agrada verte. Eres uno de nuestros productos más notables y es una lástima que el viejo Smythe-Robertson te tuviera inquina. Podríamos haber hecho un gran trato contigo.

—Aún pueden.

—No, no creo. Ha pasado el momento. Hace más de un siglo que tenemos robots en la Tierra, pero eso está cambiando. Se irán al espacio y los que permanezcan aquí no tendrán cerebro.

—Pero quedo yo, y me quedo en la Tierra.

—Sí, pero tú no pareces un robot. ¿Qué nueva solicitud traes?

—Quiero ser menos robot. Como soy tan orgánico, deseo una fuente orgánica de energía. Aquí tengo los planos…

Magdescu los miró sin prisa. Los observaba con creciente interés.

—Es notablemente ingenioso. ¿A quién se le ha ocurrido todo esto?

—A mí.

Magdescu lo miró fijamente.

—Supondría una reestructuración total del cuerpo y sería experimental, pues nunca se ha intentado. Te aconsejo que no lo hagas, que te quedes como estás.

El rostro de Andrew tenía una capacidad expresiva limitada, pero no ocultó su impaciencia.

—Profesor Magdescu, no lo entiende. Usted no tiene más opción que acceder a mi requerimiento. Si se pueden incorporar estos dispositivos a mi cuerpo, también se pueden incorporar a cuerpos humanos. La tendencia a prolongar la vida humana mediante prótesis se está afianzando. No hay dispositivos mejores que los que yo he diseñado y sigo diseñando. Controlo las patentes a través de Feingold y Martin. Somos capaces de montar una empresa para desarrollar prótesis que quizá terminen generando seres humanos con muchas de la propiedades de los robots. Su empresa se verá afectada. En cambio, si me opera ahora y accede a hacerlo en circunstancias similares en el futuro, percibirá una comisión por utilizar las patentes y controlar la tecnología robótica y protésica para seres humanos. El alquiler inicial se otorgará sólo cuando se haya realizado la primera operación, y cuando haya pasado tiempo suficiente para demostrar que tuvo éxito.

La Primera Ley no le creó ninguna inhibición ante las severas condiciones que le estaba imponiendo a un ser humano. Había aprendido que lo que parecía crueldad podía resultar bondad a la larga.

Magdescu estaba estupefacto.

—No soy yo quien debe decidir en semejante asunto. Es una decisión de empresa y llevará tiempo.

—Puedo esperar un tiempo razonable —dijo Andrew—, pero sólo un tiempo razonable.

Y pensó con satisfacción que Paul mismo no lo habría hecho mejor.


16

Fue sólo un tiempo razonable, y la operación resultó todo un éxito.

—Yo me oponía a esta operación, Andrew —le dijo Magdescu—, pero no por lo que tú piensas. No estaba en contra del experimento, de haberse tratado de otro. Detestaba poner en peligro tu cerebro positrónico. Ahora que tienes sendas positrónicas que actúan recíprocamente con sendas nerviosas simuladas, podría resultar difícil rescatar el cerebro intacto si el cuerpo se deteriorase.

—Yo tenía confianza en la capacidad del personal de la empresa. Y ahora puedo comer.

—Bueno, puedes sorber aceite de oliva. Eso significa que habrá que hacer de vez en cuando una limpieza de la cámara de combustión, como ya te hemos explicado. Es un factor incómodo, diría yo.

—Quizá, si yo no pensara seguir adelante. La autolimpieza no es imposible. Estoy trabajando en un dispositivo que se encargará de los alimentos sólidos que incluyan parte no combustibles; la materia indigerible, por así decirlo, que hará que desechar.

—Entonces, necesitarás un ano.

—Su equivalente.

—¿Qué más, Andrew?

—Todo lo demás.

—¿También genitales?

—En la medida en que concuerden con mis planes. Mi cuerpo es un lienzo donde pienso dibujar…

Magdescu aguardó a que concluyera la frase, pero como la pausa se prolongaba decidió redondearla él mismo:

—¿Un hombre?

—Ya veremos —se limitó a decir Andrew.

—Es una ambición contradictoria, Andrew. Tú eres mucho mejor que un hombre. Has ido cuesta abajo desde que optaste por ser orgánico.

—Mí cerebro no se ha dañado.

—No, claro que no. Pero, Andrew, los nuevos hallazgos protésicos que han posibilitado tus patentes se comercializan bajo tu nombre. Eres reconocido como el gran inventor y se te honra por ello… tal como eres. ¿Por qué quieres arriesgar más tu cuerpo?

Andrew no respondió.

Los honores llegaron. Aceptó el nombramiento en varias instituciones culturales, entre ellas una consagrada a la nueva ciencia que él había creado; la que él llamó robobiología, pero que se denominaba protetología.

En el ciento cincuenta aniversario de su fabricación, se celebró una cena de homenaje en Robots y Hombres Mecánicos. Si Andrew vio en ello alguna ironía, no lo mencionó.

Alvin Magdescu, ya jubilado, presidió la cena. Tenía noventa y cuatro años y aún vivía porque tenía prótesis que, entre otras cosas, cumplían las funciones del hígado y de los riñones. La cena alcanzó su momento culminante cuando Magdescu, al cabo de un discurso breve y emotivo, alzó la copa para brindar por «el robot sesquicentenario».

Andrew se había hecho remodelar los tendones del rostro hasta el punto de que podía expresar una gama de emociones, pero se comportó de un modo pasivo durante toda la ceremonia. No le agradaba ser un robot sesquicentenario.


17

La protetología le permitió a Andrew abandonar la Tierra. En las décadas que siguieron a la celebración del sesquicentenario, la Luna se convirtió en un mundo más terrícola que la Tierra en todos los aspectos menos en el de la gravedad, un mundo que albergaba una densa población en sus ciudades subterráneas.

Allí, las prótesis debían tener en cuenta la menor gravedad, y Andrew pasó cinco años en la Luna trabajando con especialistas locales para introducir las necesarias adaptaciones. Cuando no se encontraba trabajando, deambulaba entre los robots, que lo trataban con la cortesía robótica debida a un hombre.

Regresó a la Tierra, que era monótona y apacible en comparación, y fue a las oficinas de Feingold y Martin para anunciar su vuelta.

El entonces director de la firma, Simon DeLong, se quedó sorprendido.

—Nos habían anunciado que regresabas, Andrew —dijo, aunque estuvo a punto de llamarlo «señor Martin»—, pero no te esperábamos hasta la semana entrante.

—Me impacienté —contestó bruscamente Andrew, que ansiaba ir al grano—. En la Luna, Simon, estuve al mando de un equipo de investigación de veinte científicos humanos. Les daba órdenes que nadie cuestionaba. Los robots lunares me trataban como a un ser humano. Entonces ¿por qué no soy un ser humano?

DeLong adoptó una expresión cautelosa.

—Querido Andrew, como acabas de explicar, tanto los robots como los humanos te tratan como si fueras un ser humano. Por consiguiente, eres un ser humano de facto.

—No me basta con ser un ser humano de facto. Quiero que no sólo me traten como tal, sino que me identifiquen legalmente como tal. Quiero ser un ser humano de jure.

—Eso es distinto. Ahí tropezaríamos con los prejuicios humanos y con el hecho indudable de que, por mucho que parezcas un ser humano, no lo eres.

—¿En qué sentido? Tengo la forma de un ser humano y órganos equivalentes a los de los humanos. Mis órganos son idénticos a los que tiene un ser humano con prótesis. He realizado aportaciones artísticas, literarias y científicas a la cultura humana, tanto como cualquier ser humano vivo. ¿Qué más se puede pedir?

—Yo no pediría nada. El problema es que se necesitaría una ley de la Legislatura Mundial para definirte como humano. Francamente, no creo que sea posible.

—¿Con quién debo hablar en la Legislatura?

—Con la presidencia de la Comisión para la Ciencia y la Tecnología, tal vez.

—¿Puedes pedir una reunión?

—Pero no necesitas un intermediario. Con tu prestigio…

—No. Encárgate tú. —Andrew ni siquiera pensó que estaba dándole una orden a un ser humano. En la Luna se había acostumbrado a ello—. Quiero que sepan que Feingold y Martin me apoya plenamente en esto.

—Pues bien…

—Plenamente, Simon. En ciento setenta y tres años he aportado muchísimo a esta firma. En el pasado estuve obligado para con otros miembros de esta firma. Ahora no. Es a la inversa, y estoy reclamando mi deuda.

—Veré qué puedo hacer —dijo DeLong.


18

La presidenta de la Comisión para Ciencia y la Tecnología era una asiática llamada Chee Li-Hsing. Con sus prendas transparentes (que ocultaban lo que ella quería ocultar mediante un resplandor), parecía envuelta en plástico.

—Simpatizo con su afán de obtener derechos humanos plenos —le dijo—. En otros tiempos de la historia hubo integrantes de la población humana que lucharon por obtener derechos humanos plenos. ¿Pero qué derechos puede desear que ya no tenga?

—Algo muy simple: el derecho a la vida. Un robot puede ser desmontado en cualquier momento.

—Y un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.

—La ejecución sólo puede realizarse dentro del marco de la ley. Para desmontarme a mí no se requiere un juicio; sólo se necesita la palabra de un ser humano que tenga autorización para poner fin a mi vida. Además…, además… —Andrew procuró reprimir su tono implorante, pero su expresión y su voz humanizadas lo traicionaban—. Lo cierto es que deseo ser hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.

Li-Hsing lo miró con sus ojos oscuros.

—La Legislatura puede aprobar una ley declarándolo humano; llegado el caso, podría aprobar una ley declarando humana a una estatua de piedra. Sin embargo, creo que en el primer caso serviría para tan poco como en el segundo. Los diputados son tan humanos como el resto de la población, y siempre existe un recelo contra los robots.

—¿Incluso actualmente?

—Incluso actualmente. Todos admitiríamos que usted se ha ganado a pulso el premio de ser humano, pero persistiría el temor de sentar un precedente indeseable.

—¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi tipo, y nunca se fabricará otro. Pueden preguntárselo a Robots y Hombres Mecánicos.

—«Nunca» es mucho tiempo, Andrew, o, si lo prefiere, señor Martin, pues personalmente le considero humano. La mayoría de los diputados se mostrarán reacios a sentar ese precedente, por insignificante que parezca. Señor Martin, cuenta usted con mi respaldo, pero no le aconsejo que abrigue esperanzas. En realidad… —Se reclinó en el asiento y arrugó la frente—. En realidad, si la discusión se vuelve acalorada, surgirá cierta tendencia, tanto dentro como fuera de la Legislatura, a favorecer esa postura, que antes mencionó usted, la de que quieran desmontarle. Librarse de usted podría ser el modo más fácil de resolver el dilema. Piénselo antes de insistir.

—¿Nadie recordará la técnica de la protetología, algo que me pertenece casi por completo?

—Parecerá cruel, pero no la recordarán. O, en todo caso, la recordarán desfavorablemente. Dirán que usted lo hizo con fines egoístas, que fue parte de una campaña para robotizar a los seres humanos o para humanizar a los robots; y en cualquiera de ambos casos sería pérfido y maligno. Usted nunca ha sido víctima de una campaña política de desprestigio, y le aseguro que se convertiría en el blanco de unas calumnias que ni usted ni yo nos creeríamos, pero sí habría gente que se las creería. Señor Martin, viva su vida en paz.

Se levantó. Al lado de Andrew, que estaba sentado, parecía menuda, casi una niña.

—Si decido luchar por mi humanidad —dijo Andrew—, ¿usted estará de mi lado?

Ella reflexionó y contestó:

—Sí, en la medida de lo posible. Si en algún momento esa postura amenaza mi futuro político, tendré que abandonarle, pues para mí no es una cuestión fundamental. Procuro ser franca.

—Gracias. No le pediré otra cosa. Me propongo continuar esta lucha al margen de las consecuencias, y le pediré ayuda mientras usted pueda brindármela.


19

No fue una lucha directa. Feingold y Martin aconsejó paciencia y Andrew masculló que no tenía una paciencia infinita. Luego, Feingold y Martin inició una campaña para delimitar la zona de combate.

Entabló un pleito en el que se rechazaba la obligación de pagar deudas a un individuo con un corazón protésico, alegando que la posesión de un órgano robótico lo despojaba de humanidad y de sus derechos constitucionales.

Lucharon con destreza y tenacidad; perdían en cada paso que daban, pero procurando siempre que la sentencia resultante fuese lo más genérica posible, y luego la presentaban mediante apelaciones ante el Tribunal Mundial.

Llevó años, y millones de dólares.

Cuando se dictó la última sentencia, DeLong festejó la derrota como si fuera un triunfo. Andrew estaba presente en las oficinas de la firma, por supuesto.

—Hemos logrado dos cosas, Andrew, y ambas son buenas. En primer lugar, hemos establecido que ningún número de artefactos le quita humanidad al cuerpo humano. En segundo lugar, hemos involucrado a la opinión pública de tal modo que estará a favor de una interpretación amplia de lo que significa humanidad, pues no hay ser humano existente que no desee una prótesis sí eso puede mantenerlo con vida.

—¿Y crees que la Legislatura me concederá el derecho a la humanidad?

DeLong parecía un poco incómodo.

—En cuanto a eso, no puedo ser optimista. Queda el único órgano que el Tribunal Mundial ha utilizado como criterio de humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro positrónico de platino e iridio… No, Andrew, no pongas esa cara. Carecemos de conocimientos para imitar el funcionamiento de un cerebro celular en estructuras artificiales parecidas al cerebro orgánico, así que no se puede incluir en la sentencia. Ni siquiera tú podrías lograrlo.

—¿Qué haremos entonces?

—Intentarlo, por supuesto. La diputada Li-Hsing estará de nuestra parte y también una cantidad creciente de diputados. El presidente sin duda seguirá la opinión de la mayoría de la Legislatura en este asunto.

—¿Contamos con una mayoría?

—No, al contrario. Pero podríamos obtenerla si el público expresa su deseo de que se te incluya en una interpretación amplia de lo que significa humanidad. Hay pocas probabilidades, pero si no deseas abandonar debemos arriesgarnos.

—No deseo abandonar.


20

La diputada Li-Hsing era mucho más vieja que cuando Andrew la conoció. Ya no llevaba aquellas prendas transparentes, sino que tenía el cabello corto y vestía con ropa tubular. En cambio, Andrew aún se atenía, dentro de los límites de lo razonable, al modo de vestir que predominaba cuando él comenzó a usar ropa un siglo atrás.

—Hemos llegado tan lejos como podíamos, Andrew. Lo intentaremos nuevamente después del receso, pero, con franqueza, la derrota es segura y tendremos que desistir. Todos estos esfuerzos sólo me han valido una derrota segura en la próxima campaña parlamentaria.

—Lo sé, y lo lamento. Una vez dijiste que me abandonarías si se llegaba a ese extremo; ¿por qué no lo has hecho?

—Porque cambié de opinión. Abandonarte se convirtió en un precio más alto del que estaba dispuesta a pagar por una nueva gestión. Hace más de un cuarto de siglo que estoy en la Legislatura. Es suficiente.

—¿No hay modo de hacerles cambiar de parecer, Chee?

onvencido a toda la gente razonable. El resto, la mayoría, no están dispuestos a renunciar a su aversión emocional.

—La aversión emocional no es una razón válida para votar a favor o en contra.

—Lo sé, Andrew, pero la razón que alegan no es la aversión emocional.

—Todo se reduce al tema del cerebro, pues. ¿Pero es que todo ha de limitarse a una oposición entre células y positrones? ¿No hay modo de imponer una definición funcional? ¿Debemos decir que un cerebro está hecho de esto o lo otro? ¿No podemos decir que el cerebro es algo capaz de alcanzar cierto nivel de pensamiento?

—No dará resultado. Tu cerebro fue fabricado por el hombre, el cerebro humano no. Tu cerebro fue construido, el humano se desarrolló. Para cualquier ser humano que se proponga mantener la barrera entre él y el robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un kilómetro de grosor y un kilómetro de altura.

—Si pudiéramos llegar a la raíz de su antipatía…, a la auténtica raíz de…

—Al cabo de tantos años —comentó tristemente Li-Hsing—, sigues intentando razonar con los seres humanos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es tu personalidad robótica la que te impulsa en esa dirección.

—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera someterme…

Si pudiera someterse…

Sabía desde tiempo atrás que podía llegar a ese extremo, y al fin decidió ver al cirujano. Buscó uno con la habilidad suficiente para la tarea, lo cual significaba un cirujano robot, pues no podía confiar en un cirujano humano, ni por su destreza ni por sus intenciones.

El cirujano no podría haber realizado la operación en un ser humano, así que Andrew, después de postergar el momento de la decisión con un triste interrogatorio que reflejaba su torbellino interior, dejó de lado la Primera Ley diciendo:

—Yo también soy un robot. —Y añadió, con la firmeza con que había aprendido a dar órdenes en las últimas décadas, incluso a seres humanos—: Le ordeno que realice esta operación.

En ausencia de la Primera Ley, una orden tan firme, impartida por alguien que se parecía tanto a un ser humano, activó la Segunda Ley, imponiendo la obediencia.


21

Andrew estaba seguro de que el malestar que sentía era imaginario. Se había recuperado de la operación. No obstante, se apoyó disimuladamente contra la pared. Sentarse sería demasiado revelador.

—La votación definitiva se hará esta semana, Andrew —dijo Li-Hsing—. No he podido retrasarla más, y perderemos… Ahí terminará todo, Andrew.

—Te agradezco tu habilidad para la demora. Me ha proporcionado el tiempo que necesitaba y he corrido el riesgo que debía correr.

—¿De qué riesgo hablas? —preguntó Li-Hsing, con manifiesta preocupación.

—No podía contártelo a ti ni a la gente de Feingold y Martin, pues sabía que me detendríais. Mira, si el problema es el cerebro, ¿acaso la mayor diferencia no reside en la inmortalidad? ¿A quién le importa la apariencia, la constitución ni la evolución del cerebro? Lo que importa es que las células cerebrales mueren, que deben morir. Aunque se mantengan o se reemplacen los demás órganos, las células cerebrales, que no se pueden reemplazar sin alterar y matar la personalidad, deben morir con el tiempo. Mis sendas positrónicas han durado casi dos siglos sin cambios y pueden durar varios siglos más. ¿No es esa la barrera fundamental? Los seres humanos pueden tolerar que un robot sea inmortal, pues no importa cuánto dure una máquina; pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal, pues su propia mortalidad sólo es tolerable siempre y cuando sea universal. Por eso no quieren considerarme humano.

—¿Adónde quieres llegar, Andrew?

—He eliminado ese problema. Hace décadas, mi cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora, una última operación ha reorganizado esas conexiones de tal modo que lentamente mis sendas pierden potencial.

La azorada Li-Hsing calló un instante. Luego, apretó los labios.

—¿Quieres decir que has planeado morirte, Andrew? Es imposible. Eso viola la Tercera Ley.

—No. He escogido entre la muerte de mí cuerpo y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Habría violado la Tercera Ley sí hubiese permitido que mi cuerpo viviera a costa de una muerte mayor.

Li-Hsing le agarró el brazo como si fuera a sacudirle. Se contuvo.

—Andrew, no dará resultado. Vuelve a tu estado anterior.

—Imposible. Se han causado muchos daños. Me queda un año de vida. Duraré hasta el segundo centenario de mi construcción. Me permití esa debilidad.

—¿Vale la pena? Andrew, eres un necio.

—Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. De lo contrario, mi lucha terminará, y eso también habrá valido la pena.

Li-Hsing hizo algo que la asombró. Rompió a llorar en silencio.


22

Fue extraño el modo en que ese último acto capturó la imaginación del mundo. Andrew no había logrado conmover a la gente con todos sus esfuerzos, pero había aceptado la muerte para ser humano, y ese sacrificio fue demasiado grande para que lo rechazaran.

La ceremonia final se programó deliberadamente para el segundo centenario. El presidente mundial debía firmar el acta y darle carácter de ley, y la ceremonia se transmitiría por una red mundial de emisoras y se vería en el Estado de la Luna e incluso en la colonia marciana.

Andrew iba en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero con gran esfuerzo.

Ante los ojos de la humanidad, el presidente mundial dijo:

—Hace cincuenta años, Andrew fue declarado el robot sesquicentenario. —Hizo una pausa y añadió solemnemente—: Hoy, el señor Martin es declarado el hombre bicentenario.

Y Andrew, sonriendo, extendió la mano para estrechar la del presidente.


23

Andrew yacía en el lecho. Sus pensamientos se disipaban.

Intentaba agarrarse a ellos con desesperación. ¡Un hombre! ¡Era un hombre! Quería serlo hasta su último pensamiento. Quería disolverse, morir siendo hombre.

Abrió los ojos y reconoció a Li-Hsing, que aguardaba solemnemente. Había otras personas, pero sólo eran sombras irreconocibles. Únicamente Li-Hsing se recortaba contra ese fondo cada vez más borroso. Andrew tendió la mano y sintió vagamente el apretón.

Ella se esfumaba ante sus ojos mientras sus últimos pensamientos se disipaban.

Pero, antes de que la imagen de Li-Hsing se desvaneciera del todo, un último pensamiento cruzó la mente de Andrew por un instante fugaz.

—Niña —susurró, en voz tan queda que nadie le oyó.


FIN


Isaac Asimov - El hombre bicentenario
Autor: Isaac Asimov
Título: El hombre bicentenario
Título Original: The Bicentennial Man
Publicado en: Stellar #2 (1976)
Traducción: Carlos Gardini