miércoles, 13 de diciembre de 2023

El libro. Cuento de Navidad. Elvirita Hoyos Campillo

Un conmovedor cuento navidad de la escritora cartagenera Elvirita Hoyos Campillo. 


El Libro


Al atardecer, víspera de navidad, Ofelia disponía la preparación para hacer un buen masato de maíz como lo hacía su mamá. Allá lejos en el campo, desde donde las montañas se ven azules.

—Mamá, ¿las montañas son azules?

—No, le respondió su madre, sonriente.

Ofelia tenía cinco años entonces, y hacia muchas preguntas. Había que tener paciencia; a esa edad los niños preguntan muchas cosas, saltando de una cuestión a otra muy distinta. Mejor era seguirle el juego, sin mayores explicaciones.

— ¿Qué haces? Preguntó Ofelia, mirando los ingredientes dispersos, sobre la mesa.

—Preparo un Masato.

— ¿Me dejas que te ayude?

—Sí, claro, alcánzame esa panela.

— ¿Dónde aprendiste a hacerlo?

—Me lo enseñó tu abuela cuando yo tenía tu edad.

—Y ¿cómo se hace…?

—Siéntate allí y mira, el secreto está en la preparación.

Ofelia se sentó en un taburete a mirar atentamente, cómo su madre, preparaba el masato. Y siguió durante años, atenta a la elaboración. A los cinco años, no la dejaron acercarse a la estufa, pero en la medida de que fue creciendo, le permitieron recoger la panela, los clavos, las hojas de naranjo y hasta rociar el polvo de canela, en los vasos servidos. A sus trece años, Ofelia era ya experta en preparar masatos. Para ese momento, sabía también, que las montañas eran verdes, pero que se veían azules porque estaban lejos.

Ahora, sentada en la mecedora, desde la terraza de su casa, Ofelia observa un paisaje llano. No había montañas donde la trajo a vivir su marido: “el extinto Juan”, como se acostumbró a nombrarlo desde su muerte, cada vez que se refería a él.

—Pero mamá, ¿por qué tienes que decir siempre “extinto” cuando hablas de papá? todos sabemos que él murió hace años, llámalo solamente por su nombre: Juan, y ya está -le dijo su hija Felita, que también se llamaba Ofelia.

—Es para acostumbrarme de que está muerto.

Y así le fueron cayendo las calendas a Ofelia. Sus hijos crecieron y como es natural se casaron y emanciparon. Aunque siempre la llenaron de amor. Pero, no pudo enseñarles la receta del Masato a sus nietos, como hubiese querido porque a ninguno le interesó aprenderla; enfrascados como estaban, jugando con el aparatico ese que los mantenía hipnotizados, mientras ella y su hija cocinaban el almuerzo dominguero, y su yerno bebía unas cuantas cervezas frente al televisor.

Desde la terraza que da al jardín, sentada en su mecedora, Ofelia se dio cuenta que del árbol cayeron varios mangos a la tierra. Llamó a la muchacha para que los recogiera y le dejara, además, una jarra de jugo en la nevera y, como eran muchos, también le dijo que se llevara varios a su casa para que les diera a sus hijos.

—Es una fruta buena para los niños que están en crecimiento, dijo.

La muchacha se despidió con un “hasta pasado mañana”, deseándole una feliz Navidad; eran ya las tres de la tarde. Ofelia, se quedó sola y abrió el libro que tenía entre sus manos. Se lo había traído el niño Dios, un veinticuatro de diciembre, cuando ella tenía doce años. Era un libro con páginas en blanco, en cuya carátula se leía con letras doradas “Mi diario” Su padre le había explicado en aquel momento, que esas páginas en blanco eran para que ella escribiera en él, lo que quisiera.

— ¿Cómo qué? Le preguntó.

—Muchas cosas: Lo que te sucede. Lo que piensas. Lo que quieres. El nombre de tus amigos. Los paseos. Los días felices. Lo que te asombra. También te sirve para escribir cuentos, relatos, anécdotas. Para cuando seas mayor se lo leas a tus hijos.

Pero ella, empezó por escribir las recetas de cocina, de esos deliciosos platos que hacia su madre. Alguno de los cuales, le había dicho, se lo enseñó su abuela. Cuando se enamoró de Juan, escribió algunos versos de una o dos estrofas. Cuando nacieron sus hijos agregó fecha y hora del nacimiento de cada uno. Dolorosamente, páginas adelante, anotó las fechas de defunción de su padre y después la de su madre. Años más tarde, agregó la de Juan… Juan murió antes de tiempo, en condiciones normales, joven aún. Fue un paro Súbito. Tenía sesenta años. Su muerte fue una sorpresa para todos. Ella tenía entonces, cincuenta y cinco años y sabía que la muerte significaba no volverlo a ver. Pero católica como era desde que nació, también sabía que él vivía en el mundo de los muertos. Quizá, no a la diestra del Padre, pues algún pecadillo inconfeso debió tener. Fue tan sorpresiva su muerte, incluso para él, que no alcanzó a confesarse, como sí se confesaron sus padres que murieron de viejos. Y tampoco alcanzó a contarle a ella “sus secretillos” como le dijo su madre, que le había contado su esposo en los tiempos del buen retiro, cuando la serenidad había hecho su imperio.

—Sabes mijita que siempre te he amado. Pero yo tuve mis flirteos… le dijo su madre que le había confesado su padre una de esas tardes en que el palo cargado de tamarindos, florecía… 

Después de lo que le dijera su madre, Ofelia, resolvió escribir en su “diario”: oraciones. Primero, para que el extinto Juan, no cayera en tentaciones. Más tarde, para que los peligros que acechan a los jóvenes por todos lados no tocaran a sus hijos. Luego por la paz de sus muertos queridos. Incluyendo, los nombres de los amigos que se habían marchado, y, con el simple paso del tiempo, fue adicionando fotos ya desvanecidas, entre sus páginas.

Se acostumbró a rezar todas las tardes en el silencio de su habitación. Y una buena noche, después de un día felizmente festejado, agregó una frase al sinfín de oraciones… Y por el mundo entero…  para que no se quedara por fuera nadie, debido a los olvidos involuntarios, o quizá porque sintió que la vida se le escapaba acelerada sin que ella se enterase, incluso, de las muchas otras cosas que ocurrían en derredor. Ese fue en el mismo día que ella cumplía sus ochenta años.

Sus hijos, nueras, yernos, y nietos y más gentes, le dieron la sorpresa de un festejononon, con que la sorprendieron: abundancia de comida, banda de música, bailes, licores, muchos besos y abrazos, fotos y más fotos. Ella, que nunca había tomado un trago en vida de su extinto Juan, se vio inducida a tomarse un par de copitas nada más. Ella, que no bailaba desde que su extinto Juan transitó al seno de Dios; se vio incitada a bailar un par de piezas, descubriendo que los pasos que se aprenden de joven, no se olvidan, al menos fácilmente… Ella, que había prolongado su luto hasta hoy en que sin ambages, lo dejó para siempre, cuando su nieto mayor le dijo,

—Abu, tu ¿por qué siempre vistes con esa ropa triste?

—Si mamá, Juanito tiene razón. Mañana mismo vengo por ti para ir de compras.

—Pero hija...

En la noche del festejononon, en que, para complacerlos a todos, Ofelia comió a deshoras, bebió comedidamente y bailó con el denuedo de una joven quinceañera, se retiró a su habitación disimuladamente, dejando la parranda viva en la sala y jardines de su casa. Esa noche, rezó en voz alta por primera vez, deseaba ser escuchada por Dios; interrumpiendo el orden de sus oraciones, con el recuerdo vivo de sus seres amados. Así surgió su nueva frase por el miedo a olvidarse de alguno…:” y por el mundo entero…”

Quizá la había inspirado los parranderos desjuiciados, que bebían y bailaban esa música estruendosa en la sala de su casa. Parecían no cansarse. De ese día en adelante, Ofelia empezó a hablar sola y siempre en voz alta. Mientras tanto las calendas seguían arribando. Así que cuando el sol declinaba en el horizonte, aquélla tarde de la nochebuena, tomó una decisión que repaso una y otra vez en detalle:

— Pondré en el moyo el maíz, para preparar un buen masato el día que regrese la muchacha, y luego me voy a la plaza a ver el pesebre, ya que esta noche nace el niño Dios.

Puesto el maíz a fermentar en el moyo, se fue a la plaza. El pesebre era hermoso, tanto, que debió costarle un dineral a la parroquia, con tanta vaquita, caballitos, ovejitas, venaditos de plástico y hasta gallinitas, todo importado; una laguna artificial con patos de hule, que los niños podían coger y apretarlas, entonces, emitían el grito sordo de un sonido; con pececillos vivos de todos los colores, más allá, un pueblito de cartón pintado de blanco y rodeado de palmeras sembradas en macetas, al que se allegaba por un sendero dispuesto con aserrín terracota, que bordeaba una planicie de prados verdes con flores finamente elaboradas en papel maché. En un alto estaba la cueva, hecha con piedras reales pegadas con cemento gris. La cueva era lo suficientemente grande y hueca para albergar a José y a María; en medio de ellos, se hallaba la cuna aún vacía. Por el sendero se aproximaban, guardadas las distancias, los tres reyes de oriente: Gaspar, Baltasar y Melchor con sus ofrendas de oro, incienso, mirra.


El clima era cálido. Buscó una banca frente al pesebre, para sentarse y desde allí, admirar la belleza del conjunto con sus luces titilantes. Era realmente maravilloso. En el trascurrir de su niñez no existían esas luces. La magia del pesebre radicaba entonces, no en el misterio de la natividad, sino, en los regalos que el niño Jesús colocaba a medianoche junto al pesebre casero, para cada niño que se hubiese portado bien durante el año. Pero, el invento de las luces, que ahora la trasportaba a su infancia, representaban las estrellas, incrustadas como brillantes sobre un cielo de satén en azul degradado, y la Gran estrella de Belén con cinco puntas, que orientó a los magos venidos de remotas tierras, fulguraba desde el cielo, con una estela de luces que caían en cascada sobre la cueva. Sí… todo era hermoso. Abrió su Diario. Leyó primero la Salve, después el Magníficat y siguió con padres nuestros y una retahíla de avemarías, intercalando las oraciones como era su costumbre, con los nombres conocidos de aquellos que la habían precedido. Finalizando con el Gloria para volver a empezar y sin olvidar nunca la nueva frase… y por el mundo entero… Meditó el tercer misterio del rosario, con las imágenes bíblicas de lo que aconteció en los tiempos en que Jesús vivió; formando una mezcla comprensible, de oraciones e imágenes, con los recuerdos de su propia maternidad y emigración de la casa de sus padres, cuando se vino a vivir a tierra llana con su extinto Juan; mientras, los niños cantaban en coro, villancicos, y los más pequeños, corrían arrebatados, de un lado a otro del pesebre. Así, con una devoción combinada de recuerdos… sobrevino la noche. Las voces silenciaron. La gente marchó a sus casas. El lugar quedó sólo…

Ofelia, abstraída en la magia de sus meditaciones, esperó la hora del nacimiento, en que vio un brillo intenso en la cuna. ¡Había nacido ya, el niño Jesús! El frio del alba fue calando lentamente en sus huesos, entonces, vio un ángel con altas alas blancas en su espalda, que estiró su mano hasta tocar la suya. Ofelia, sintió una dulzura de bondades infinitas que alegraron su alma.

En la madrugada, el sereno la encontró dormida en la banca, con el rosario aferrado en su mano. Se acercó y le tocó el hombro delicadamente para despertarla, ella no respondió. De su falda se deslizo un libro al suelo, era su diario. El hombre lo recogió para hojearlo; en el instante en que las campanas alzaron vuelo, con un repique, llamando al Ángelus. Las páginas del libro se desplegaban en blanco, solo en la última, se hallaba impresa en letras doradas: FIN.




miércoles, 6 de diciembre de 2023

¿Será que aquí espantan? Johan Ruiz

A continuación, un magnífico cuento que fue finalista en el concurso Medellín en 100 palabras  en su version 2023. Su autor, el escritor Johán Ruiz, es miembro del Taller de Historias.  


¿Será que aquí espantan?

Johan Ruiz


Los miércoles eran sus días favoritos. La visita nocturna en el cementerio San Pedro le causaba tanta alegría que se alistaba desde las cuatro.

Ese día coincidió con unos estudiantes. Recorrieron los pasillos observando las tumbas en un brebaje emocional de morbo, terror y fascinación. Se burlaron de muchos epitafios, decoraciones y fotos. Sintió ansiedad cuando el grupo se acercaba a su tumba favorita, pero se sorprendió al ver que se conmovieron con ella.

Al terminar el recorrido se despidió con alegría de aquellos jóvenes, no pudo escuchar si respondieron mientras corrían despavoridos.


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Johán Ruiz


Ingeniero de sistemas, nacido en Medellín, Colombia, con 37 años de vida y un MBA. Tiene 16 años de experiencia en la industria del desarrollo de software. Sus textos son el resultado de un amor compartido por la lectura y la escritura, especialmente inclinado hacia el terror cotidiano.

El escritor es participante del Taller Isotopias que dirige el profesor Gustavo Bedoya y del Taller de Historias, ambos adscritos a la Red de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura. RELATA. 


miércoles, 22 de noviembre de 2023

Tesis sobre el cuento: Ricardo Piglia

 Tesis sobre el cuento

Los dos hilos: Análisis de las dos historias


Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.


II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.


III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.


IV

En “La muerte y la brújula”, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. “Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.” Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en “El Sur”, como la cicatriz en “La forma de la espada”) de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.


V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.

No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.


VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.

La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.


VII

“El gran río de los dos corazones“, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.

¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.


VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo “kafkiano”.

La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.


IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.

La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.


X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En “La muerte y la brújula”, la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en “El muerto”, con Nolam en “Tema del traidor y del héroe”.

Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.


XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud.

Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.



miércoles, 8 de noviembre de 2023

La literatura graficada

La escritora Laura Arango nos comparte esta curiosa conferencia del escritor Kurt Vonnegut sobre personajes muy conocidos de la literatura universal y cómo sus historias se graficarían en un plano cartesiano. 

Para empezar, el maestro nos recomienda no empezar con una historia donde el personaje esté en su peor momento y nos muestra algunos ejemplos. A lo largo de su charla nos muestra diferentes formas de contar una historia.  Disfrútenla. 


Kurt Vonnegut Jr. (1922-2007) fue un escritor estadounidense, cuyas obras, generalmente adscritas al género de la ciencia ficción, participan también de la sátira y la comedia negra.​ Es autor de catorce novelas, entre las que destacan Las sirenas de Titán, Matadero cinco y El desayuno de los campeones. Tiene una biografía interesante en la cual se menciona su participación como soldado en la segunda guerra mundial, su condición de prisionero y su experiencia durante el bombardeo de Dresden. En broma solía decir que sus conciudadanos lo consideraban un espía o un traidor debido a su apellido poco norteamericano. 

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Estrategia. Cuento de Elvirita Hoyos

Esta semana agradecemos a la escritora cartagenera Elvirita Hoyos el compartirnos uno de sus cuentos





ESTRATEGIA

C. Elvirita Hoyos C.
Cartagena de Indias. Colombia.


La prensa virtual, que leo solamente las mañanas de los sábados, anunciaba con grandes titulares que a mediados de agosto se vería la lluvia de estrellas más espectacular del verano, lo cual sería un acontecimiento digno de verse, pues este evento, se repetiría en el año 2126. Para ello, bastaba con ir a un lugar muy oscuro del planeta, sin contaminación lumínica. Yo tenía 27 años y aunque tuviera menos, no alcanzaría a existir para esa fecha próxima, pues apenas corría el 2016. Vivía en una ciudad populosa, extensa y muy iluminada así que debía buscar “ese” lugar de cielos oscuros y descontaminado.

Confieso que la idea, no me interesó en un primer momento, pero mientras me rasuraba la barba cobriza frente al espejo, recordé a Stefani. A ella le gustaba todo lo que tuviera que ver con el espacio galáctico, sin concernir si era ficción o no, sentía que la vitalizaba de una manera especial como si la acercara a Dios con letras mayúsculas. Yo no me ocupaba de esas cosas que a ella le quitaban el sueño, por lo que no alcanzaba sus niveles de comprensión, ¿Qué me importaba a mí, lo que ocurriera allá fuera? Me sentía seguro y cómodo en mi planeta, y con los pies totalmente en tierra. Pero estaba enamorado y ella me rechazaba porque si o porque no; unas veces, me decía: incrédulo, otras, ateo, concluyendo que no había ninguna afinidad entre nosotros. Por lo tanto, no y no. Y ese “no de Stefani, me volvía loco… de amor por ella…

Además, la idea de estar juntos en un lugar oscuro empezó a obsesionarme. Me fui a una agencia de viajes, a buscar cuál sería el mejor destino para esta ocasión y después de analizar varias posibilidades, elegí a Cartagena, una ciudad mágica a orillas del mar Caribe, lo cual significaba amplitud de horizontes con cielos despejados, desde allí, podíamos ver claramente ese fenómeno: la ciudad, comparada con la nuestra, era pequeña, tendría poca iluminación artificial. Y lo mejor es, que la rodeaba una cadena de islas, llamadas del Rosario, con hoteles ecológicos, alejados del perímetro urbano. Era el sitio ideal, para descubrir nuestra pasión, porque de algo estaba seguro y es que yo le atraía a Stefani.

En la tarde la llamé, para vernos por algo urgente y misterioso que quería contarle. En el camino a su casa, se me ocurrió trasformar un poco la información que había leído esa mañana. Hacerla interesante, ayudándome de gestos serios, preocupados, con actitudes lentas, silenciosas. Después de un breve momento, me dijo:

−Cuéntame qué te pasa.

Yo respiré profundo y luego expelí todo el aire contenido con indicios de verdadera preocupación.

− ¿Crees en los sueños? Dije.

−Sí, claro. ¿Qué soñaste?

−Anoche, le conté, mientras dormía tuve un sueño tan nítido que parecía real. Vi un ser indefinible, que me señalaba el firmamento. Entonces yo miré, y vi fuego blanco que venía del cielo. Como si fueran bolas pequeñas que dejaban una estela de luz blanquecina que caían a la tierra.

−Y ¿qué crees que sea eso?

−No lo sé, pero tengo miedo. Mírame tengo los pelos de punta. También tengo ojeras.

− ¿Ojeras? Pues yo no te las veo.

−No las ves, pero yo si me las siento. También siento un calor abrasador y sed.

−Tendrás fiebre. A ver, déjame tocar tu frente.

−Estas normal. Te traeré agua.

−No agua no. Algo más fuerte, si tienes.

Y mientras ella alcanzaba las copas y botella, a dos metros de donde estaba yo; me levanté y senté tres veces del cómodo butaco, cuidando bien que se diera cuenta.

−Estas nervioso. ¿Hay algo más?

−Sí. Pero no quiero asustarte.

Para ese momento había visto su interés en mis palabras. Podría jurar que estaba asustada. Esperé unos segundos, con el vaso en las manos y volví hablar:

−El ser indefinido me dijo, que me esperaba allí… en ese lugar.

− ¿Conoces el lugar? ¿Cómo es? ¿Dónde queda?

−No. Parece una isla, había una larga extensión de playa. Todo era oscuro, muy oscuro.

− ¿No había luces de ciudad o de casas o algo parecido?

−No. Vi palmeras, playa y mar. Ahora recuerdo, si…alguien, alguien que no vi estaba a mi lado.

−O sea que no estabas solo…

−No.

−Un sueño bonito ¿no crees?

− ¿Bonito? ¡Es aterrador!

−No pienso como tú. Ves luces, estas acompañado y recibes un mensaje… ¡Debes ir!

− ¿Ir? ¿Yo? ¿Solo? Y… ¿adónde?

−Bueno, investiguemos en la web.

Y así fue como por su propia iniciativa investigamos en la web, durante tres horas. Empezó explicándome que el sueño era una cita cósmica, real, contundente y para mí. De pronto descubrió en la web, la noticia de la lluvia de estrellas, y me tradujo el sueño, explicándome que se trataba de polvo de meteoritos que ocurría cada cierto número de años. Que el ser indefinido, que había visto, era yo mismo de una vida anterior que había vuelto para recordarme que ya lo había visto cuando yo era él y ahora debía verlo de nuevo, porque era un espectáculo maravilloso. Que posiblemente me traería un regalo.

− ¿Un regalo? Pregunté extrañado…quizá un carro o la lotería…

−No seas materialista, replicó. Se trata de un regalo espiritual, divino.

−Pero si son meteoritos, ¡van a destruir la tierra!

−No. Aquí dice que estos meteoritos al pasar cerca del sol se convierten en partículas de polvo de estrellas debido al deshielo producido por el calor solar, y se desintegran al entrar a la atmósfera de la tierra por la velocidad que traen, y se ven luminosas porque se localizan en una zona radiante que da su nombre a la lluvia de estrellas. Las de agosto, próximas a caer o verse, se localiza en la constelación de Perseo. Que no había nada que temer.

Stefani estaba emocionada, y yo tenía vergüenza de mi mentira, sentía nauseas, mareo. Debía decirle que el sueño lo había inventado como estrategia de conquista. Pero, no me atreví, efectivamente la amaba y más ahora que la sabia frágil, ingenua, inocente. De pronto descubrí que también yo, quería creerme mi propia mentira. Al fin y al cabo, la había inventado yo, quizás fue una intuición o una decodificación que me fue comunicado por ese otro yo en sueños, para no asustarme debido a mi incredulidad.

Sudaba copiosamente, por la revelación que acababa de tener, al convencerme de mis propios pensamientos que nuevamente se vieron interrumpidos por Stefani:

−Sabes me dijo, algo me dice que la presencia que estaba a tu lado en el sueño era Yo.

Estupefacto, la miré asombrado.

− ¿Tú?

−Sí. Yo. Iré contigo. Buscaremos cual es esa Isla en la web, parece que está ubicada en el Caribe…

Apenas si podía contener mi alegría. Estuve a punto de decirle que ya la había encontrado en una agencia de viaje; pero mi intuición de varón me dijo: cálmate; déjala que sea ella quien la encuentre. Me senté silencioso a su lado frente al computador, maravillado del poder que ella ejercía sobre mí. Ella resolvería la complejidad enmarañada, mientras yo disfrutaba de mis recientes atributos espirituales, visualizando lo que ocurriría en ese lugar solitario y oscuro, do quiera que estuviese situado, sin más contaminación lumínica que el fuego interior de nuestros cuerpos.



miércoles, 25 de octubre de 2023

Dos poemas de Loise Glück

Esta semana compartimos dos poemas Louise Glück enviados por Osvaldo Lara.


EL DILEMA DE TELÉMACO

Nunca me decido
sobre qué poner
en la tumba de mis padres. Sé
lo que él quiere: él quiere
'amado', lo que ciertamente resulta
muy exacto, sobre todo
si contamos a todas esas
mujeres. Pero
eso dejaría a mi madre
en la intemperie. Ella me dice
que en realidad no le importa
lo más mínimo; ella prefiere
ser descrita
por sus logros. No tendría yo mucho
tacto si les recordara
que uno
no honra a sus muertos
perpetuando sus vanidades, sus
Proyecciones.

Mi propio criterio me recomienda
exactitud sin
palabrería; son
mis padres y, en consecuencia,
los visualizo juntos,
a veces me inclino por
'marido y mujer, a veces por
fuerzas contrarias'.



PUERTO DEPORTIVO

Mi corazón era un muro de piedra
que tú de todas formas traspasaste.
Mi corazón era un jardín isleño
a punto de ser pisoteado por ti.
Tú no querías mi corazón;
tú ibas de camino a mi cuerpo.
Nada de eso fue mi culpa.
Lo eras todo para mí,
no sólo belleza y dinero.
Cuando hacíamos el amor
el gato se iba a otro cuarto.
Entonces me olvidaste.
No en vano
las piedras
se estremecían alrededor del jardín enmurallado:
no hay nada allí ahora
excepto ese salvajismo que la gente llama naturaleza,
el caos que se hace con todo.

Me llevaste a un lugar
donde llegué a ver la maldad en mi carácter
y me dejaste ahí.
El gato abandonado
gimotea en el dormitorio vacío.


Louise Elisabeth Glück (Nueva York, 22 de abril de 1943-Cambridge, 13 de octubre de 2023)1​2​ fue una poeta estadounidense en lengua inglesa. Fue la duodécima poeta laureada (2003-2004) por la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. En 2020 fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura.

miércoles, 18 de octubre de 2023

El ambiente, en la literatura de terror

¿Qué características definen a la literatura de terror?

El profesor Gustavo Adolfo Bedoya nos cuenta un poco sobre uno de los aspectos principales de un cuento o una novela de terror.  

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Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez:  


Profesor universitario e investigador.  Licenciado en literatura de la Universidad del Valle, con maestría en literatura colombiana de la Universidad de Antioquia y doctorado en historia de la Universidad Nacional. 

En el 2022 fue finalista del XVIII Certamen de Relatos “Pilar Baigorri” (España), segundo lugar en el “II Concurso Nacional de Cuento: Dagua Escribe” (Colombia), mención especial en el I Concurso Nacional de Cuento “Santiago Martínez Camacho” (Ecuador); y en el 2020 fue finalista de la VII Edición del Concurso “Cuentos cortos para esperas largas” (Colombia). Asimismo, es el autor del blog de reseñas:  https://guardopalabras.blogspot.com/


Quienes estén interesados en tomar alguno de sus cursos les dejamos la información abajo.


Literatura y Terror. 
Sábados: 10:00 a 12:00 m.

Ciencia Ficción Distópica. 
Sábados: 2:00 a 4:00 p.m.

Lugar: Librería Grámmata 
(Sede Estadio) Medellín
Inscripciones: 301 426 69 18

Los asistentes NO necesitan ningún conocimiento previo.

miércoles, 11 de octubre de 2023

El eclipse. Augusto Monterroso

Esta semana habrá un eclipse de sol. Qué mejor pretexto para uno de los mejores cuentos de Augusto Monterroso. 


EL ECLIPSE

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

FIN



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Augusto Monterroso (Tegucigalpa,1921 – México, 2003), es un escritor hispanoamericano, conocido por sus colecciones de relatos breves e hiperbreves.  

De este autor, recomendamos también el Decálogo del escritor.   

Hasta la próxima. 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Tres escritoras antioqueñas.

Una excelente entrevista con escritoras jóvenes y muy talentosas. Angela Ramírez, Sonia Emilse García y Silvia Montoya conversan con Yuly María Sanchez y Aldair Ballestas en el programa La voz del tintero, del canal Telemedellin- Radio volpaleson. 





Ver más.  

Angela María Ramírez M

La Corredora: Angela Ramírez

Hojas amarillas

Isolda

Toc, toc, ¿quién soy?


Sonia Emilce García Sanchez. 

El lápiz labial de mamá

Corazón Valiente

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Tabú. cuento de Enrique Anderson Imbert

 Un cuento corto de Enrique Anderson Imbert


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TABÚ

 

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:

一¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.


¿Zangolotino?  pregunta Fabián azorado.

Y muere.

 

FIN




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Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 12 de febrero de 1910 - Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000) fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino. 


miércoles, 13 de septiembre de 2023

La Muerte. Cuento de Enrique Anderson Imbert

 Un cuento corto de Enrique Anderson Imbert. 


La muerte


La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) la automovilista vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.

一¿Me llevas? Hasta el pueblo no más 一dijo la muchacha.

Sube dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.

Muchas gracias dijo la muchacha con un gracioso mohín pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!

No, no tengo miedo.

¿Y si levantaras a alguien que te atraca?

No tengo miedo.

¿Y si te matan?

No tengo miedo.

¿No? Permíteme presentarme dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes, límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente.

En la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.






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Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 12 de febrero de 1910 - Buenos Aires, 6 de diciembre de 2000) fue un escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario argentino. 


miércoles, 6 de septiembre de 2023

La pata de mono. W.W. Jacobs

Esta semana les compartimos uno de los cuentos maestros de la literatura de horror.


La pata de mono

W. W. Jacobs

I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo este moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay solo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.


El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo escucharon condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de la casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.


Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, epidemias y pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Solo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento negando con la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a mover la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro negó con la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.



El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.


Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.


II


La mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono, arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que solo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Este parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan solo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.


III


En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Solo ahora lo he pensado… ¿Por qué no lo he pensado antes? ¿Por qué tú no lo pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Solo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y, además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -la señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo, es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame, tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert, ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto, aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.


FIN


“The Monkey’s Paw”,

The Lady of the Barge, 1902