miércoles, 31 de agosto de 2022

Revelación. Cuento de Sonia Emilce García S.

REVELACIÓN


Por Sonia Emilce García Sánchez*


Esa mañana al despertar, escuché frases que, por años, había intentado olvidar. Sorprendida, quise ubicar el sitio de donde provenían; por primera vez fui consciente de que no eran producto de mi imaginación.

En el cuarto había pocos objetos detrás de los cuales se pudiera ocultar algo o alguien. Pero al mirar la cortina, que daba justo al frente de mi cama, supe que ese era el lugar de donde provenía la voz. ¡Y no fallé! Al mirar con atención, vi como en la tela se iba revelando una figura.

Detenida contra el espaldar de madera y llevada por un instinto protector, me persigné. No podía creer lo que estaba pasando, y atónita vi como ese ser reveló un rostro de mujer.

Recordé los aprendizajes recibidos en la infancia y pronuncié las palabras que me salvarían de todo mal o peligro, de almas en pena, de diablos o extraterrestres.

—«¡En nombre de Dios Todopoderoso, dime qué quieres!»

Con voz casi suplicante, el espectro respondió:

—¡Comparte este dolor!

—Y, ¿qué sé yo de tu dolor?

—¡Hablaste conmigo y me ofreciste ayuda!

—¿Dónde?, ¿tú quién eres?

—En el cementerio…

Comprendí que la dueña de las frases de mi recuerdo era ella, la madre y, para confirmarlo, las repetimos al mismo tiempo:

—¡Este no es mi niño!, ¿dónde está su cuerpo? ¿Me lo cambiaron?

Contuve la respiración. «¿Cuántas veces he intentado escribir esa historia?», me pregunté… «y todos los intentos han sido fallidos».

Me sobrepuse al dolor del fracaso y pregunté:

—¿Y… cómo te puedo ayudar?

—Libérame de la esclavitud del dolor, es la única forma que tengo para reunirme de nuevo con mi pequeño hijo.

Guardé silencio —por primera vez en mi vida no fui pronta en comprometerme con un: ¡sí, te ayudo!— y como si creyera que lo que estaba sucediendo era un sueño, centré mis ojos en el espectro: por la postura que asumía noté que estaba vencida, agobiada; su rostro era escalofriante, —La palabra mueca nunca me ha gustado—, y en su rostro, la mueca era la huella que le dejaba el dolor.

Por un instante pude ver sus ojos, pero se fueron anegando entre las lágrimas, hasta que sólo quedó en cada cuenca un vaho gélido. Observé su nariz chata, roja y después de un segundo vi cómo era absorbida por un suspiro avasallador. Al centrar mi atención en su boca, sentí compasión cuando vi el gran esfuerzo que hizo, para acompañar con una sonrisa la frase de: «te quiero hijo». No la pudo terminar, la voz se le entrecortó y entre lamentos volvió a decir:

—¡Éste no es mi niño!, ¿dónde está su cuerpo?

Atónita, vi como los dientes se le agolparon y cayeron en cascada, mientras que la lengua se transformaba en un látigo, que por donde pasaba dejaba ver un abismo.

Me sentí sobrecogida con esa visión y recordando la petición que me había hecho le pregunté:

—¿Cómo puedo ayudarte?

—Escribe mi historia.

—¡Contar tu historia! —exclamé— No es así de fácil.

Y le expliqué los muchos intentos que había hecho: utilicé un narrador en primera persona, luego ensayé con uno omnisciente, también la escribí desde la visión focalizada del desprevenido observador, desde el lugar de la madre, desde la perspectiva del niño…

Con un deje de desánimo le aclaré que todos los intentos terminaban en un archivo olvidado.

—Sólo cuenta lo que viste ese día, lo otro, lo que falta, yo te lo dictaré.

Cogí el cuaderno de notas y esto fue lo que escribí:

Corría el año 2000, mi hija Ana María me pidió que fuera con ella y su amiga Deisy al cementerio de Envigado, para acompañarla en el ritual de la sacada de los restos de su madre.

Estábamos esperando a sus familiares, cuando el llanto desgarrador de una mujer llegó hasta nuestros oídos. Giramos en busca del lugar de donde provenía y, guiadas por los sonidos del dolor, caminamos hasta llegar al lugar.

Sin recato, nos acercamos al corrillo y vimos hincada en el suelo, cerca de un pequeño ataúd, a una madre que sostenía un cráneo que aún llevaba la gorra del Atlético Nacional, y mientras lo mecía entre sus manos, miró a su esposo y le dijo:

—¡Este no es mi niño! ¡Mirá! ¡Así de acabadito no lo enterramos!, ¿dónde está su cuerpo?

Los presentes, que no llegábamos a siete, nos estremecimos y, sin poder contener el llanto, posamos nuestras manos sobre los hombros de la madre, como si con ese gesto quisiéramos infundirle valor.

Solo el sepulturero tuvo la fuerza para tomar el cráneo y dar cumplimiento al ritual de exhumación.

Nos alejamos y esperamos a que llegaran todos los familiares de Deisy, que como una benevolencia del destino, aceptaron la propuesta del sepulturero de aplazar la sacada de restos para dentro de ocho días.

Salimos devastadas.

En la puerta del Campo Santo estaba la desconsolada madre del niño. Llevada por mi impulso maternal me acerqué, la abracé y le dije:

—Comparto su dolor, si me necesita, no dude en llamarme, y le entregué mi tarjeta.

Dejé la pluma sobre el cuaderno, hasta ahí llegaba mi historia.

El espectro, al ver que yo había terminado, me dictó lo siguiente:

«Luego de ese día, la madre se hundió en el dolor. Pronto dejó de comer. Se fue su deseo de vivir y abrazó La Muerte. Pensó que ella todo lo sanaría y que, al morir, se reuniría con su hijo en el lugar donde todos están completos, sanos y bellos. Pero no fue así. Ahora revive una y otra vez la muerte y el reencuentro desolador de la exhumación de su pequeño. Y la fe de estar de nuevo con el hijo completo se aleja cada vez más».

Y luego agregó:

—En el abismo en el que me hundo, la veo a usted en las noches cuando escribe; usted es como una lucecilla que brilla en medio de la nada. Yo he estado presente en cada uno de sus intentos por escribir esta historia. Por años he intentado comunicarme para dictarle el final, pero usted se bloqueó por estar obsesionada con la forma.

Ahora que por fin usted me escuchó y logró escribir la historia, sé que pronto se dará el reencuentro.

Extrañada, le pregunté por qué tenía esa certeza y, con voz serena, dijo:

—Porque cada vez que alguien lea mi historia, disminuirá el dolor, y mientras más la lean, más se aliviará y cuando por fin la historia esté en el recuerdo de muchos, yo estaré libre de él y podré reunirme con mi hijo.

Sonreí, me sentí sobrecogida. Ella también sonrió y me dijo:

—¿Puedo pedirte un último favor?

—¿Cuál sería?

—Escucha a los que vienen detrás de mí y no dejes de escribir.


* * *

El presente cuento hace parte del libro de antología «Eso es puro cuento», publicado por Editorial Libros para Pensar, en 2021. www.librosparapensar.com También puede conseguirlo con la autora escribiendo a su correo: unicrea@gmail.com

Fue además publicado en la edicion 94 de la revista Cronopio

____________

* Sonia Emilce García Sánchez nació en Envigado-Antioquia. Es Licenciada en Educación Especial egresada de la U de A. Actualmente está vinculada con Secretaría de Educación de Medellín en el programa Todos a aprender (PTA) en la I.E. Reino de Bélgica. Ha participado en talleres con el profesor y escritor Luis Fernando Macías Z, director del taller de la Cooperativa Médica de Antioquia COMEDAL y del profesor y escritor Memo Ánjel de la UPB. Ha publicado los libros:

«Corazón valiente» cuento infantil para colorear (2018) Universidad CES; «Un regalo inusual» (2016) y «El zoocielo» (2014) con ilustraciones suyas. También ha publicado en antologías de cuento con historias de su personaje Maú, una niña con síndrome de Down, en la colección Palabras Rodantes de Comfama y el Metro de Medellín 2014, Universidad de Antioquia y Asmedas. Asimismo, ha publicado en la revista virtual Gotas de Tinta (revista digital) N° 15 (El lápiz labial de mamá) N°17 (Maú tiene gripa) N°22 (Un regalo del cielo) y N°31 (Menos de un minuto) .

miércoles, 24 de agosto de 2022

Decir o mostrar, en literatura

 DECIR O MOSTRAR, EN LITERATURA



Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba

Escoge entre estos dos fragmentos:


Texto 1.
Un hombre estaba muy angustiado porque un asesino intentaba entrar por la ventana, y tomó el teléfono pidiendo ayuda urgente a la policía

Texto 2
—¿Aló? ¿policía? ¡Por favor manden ayuda! Un hombre está forzando la ventana. Vengan pronto. ¡Me van a matar!


¿Cuál escogerías?

En ambas hay la misma información: Una víctima angustiada, un asesino, una ventana y un teléfono para llamar a la policía.

En la primera, un narrador te traduce la escena para que la imagines. En la segunda no te das cuenta de que hay un narrador porque el protagonista está metido en tu cabeza. Las imágenes llegan a ti directamente, sin intermediario.

Esa es la magia que tenía Shakespeare. No te decía que Romeo era volátil en sus amores. Te lo mostraba: tan pronto Romeo se lamentaba del desamor de Rosalind, ya estaba suspirando por Julieta. En ningún momento Shakespeare dijo que la tragedia se trataba de dos adolescentes enamoradizos que se dejaban llevar por las emociones. Los mostró magistralmente.


Por el contrario, otros autores describen las cosas de manera en que los personajes son solo un reflejo de lo que el narrador ve y escucha. Un ejemplo típico es Julio Verne. Describe minuciosamente los personajes, lo que visten, lo que hacen, lo que observan, lo que comen, o lo que construyen. Historias muy apasionantes, narradas por alguien que parece presenciarlo todo como espectador pasivo.

No puedo decirte cual forma es la mejor para narrar, pero si te gusta escribir, es necesario que seas consciente de la forma como estas narrando tus historias.


¿Estas dejando que el lector las imagine, a partir de tus personajes? ¿o tu narrador actúa como el intérprete de lo que sucede en la historia? ¿Dejas que el lector se meta en el cuento, o prefieres que él lo conozca a través de tu voz?

Posiblemente encontrarás que cada situación tiene una mejor forma de contarlo. No puedo decirte cual es la mejor. Por eso te propongo un reto. Cada que escribas una historia, piensa en cómo te gustaría que te la contaran. No escribas pensando en la historia que quieres contar, sino pensando en la historia que te gustaría que te contaran a ti.

Con un poco de practica lograrás textos grandiosos.

Carlos Alberto Velásquez Córdoba

miércoles, 17 de agosto de 2022

La jubilación de un vicio: Ángela María Ramírez Gil

La jubilación de un vicio

 

Arthur se quedó en silencio… «Aún no me cabe en la cabeza, ni en la maleta más grande que tengo para viajar»

Un escritor…

De cualquier oficio uno se puede retirar, depende de si se hace o no por pasión y de si la pasión dura muchos años. Aunque hay que tener en cuenta que las personas nos cansamos de todo, hasta de la vida.




Ahora mi planteamiento es este: ¿será un escritor capaz de jubilarse de las letras?   

Hice por ahí un sondeo rápido y llegué a un tecnicismo, tan de moda en este país: uno se jubila cuando le pagan y con pago. Si un escritor no vive de las letras, técnicamente es imposible jubilarse.

Hablemos entonces de si es posible que un escritor se detenga, pare su producción, decida callarse, contenerse, se muera para las palabras, ¿es posible?

Sí, definitivamente es posible en escritores y en no escritores, de manera total y de manera parcial. Pero, entonces, para saber quiénes se retiran y quiénes simplemente se acaban o agotan tenemos que definir «quién es un escritor»; porque no todo el que escribe un cuento, un par de poesías o incluso una novela, es escritor. La vocación, su dedicación, sus impulsos y la experiencia de los años es lo que lo define. Por ejemplo, los poetas son más lábiles que los novelistas, tienden a desertar con más esmero.

La escritura viene a ser como todo, un oficio. Hay quienes lo hacen con desgano y quienes se apasionan. También están los que redactan bien o los que tienen a las letras como terapia y se sirven de ella por temporadas; pueden trabajar en periódicos e incluso publicar. En Estados Unidos hay un gremio que escribe novelas de las películas que son taquilleras; el derecho es que los libros se vuelvan películas, pero también se hace lo contrario y contratan a buenos redactores; estos son escritores de vestido, no de piel, y ellos, claro, pueden parar.


Tome cualquier profesión y encontrará que durante la universidad, después del cuarto o quinto semestre, los estudiantes siempre afrontan una crisis o dos, tal vez más. Algunos desertan porque definitivamente la carrera no era para ellos, otros siguen por convicción y otros por terquedad. En la vida profesional pasará lo mismo una y otra vez. La monotonía nos cansa. Llegará un momento de odio ferviente a lo que se supone que amamos, por eso, porque lo amamos, y cuando eso pasa es porque nos hemos convertido en esclavos y la esclavitud se paga cara. Respiramos diariamente, es nuestra vida, y aun así, existen los suicidas, pues también hay suicidas literarios.

Los escritores de piel son los más subyugados, son el objeto de las ficciones y de las palabras, y ellas los toman para sí cuando les da la “reverenda gana”. Añada a eso la obligación y el terrible sentimiento de responsabilidad que obliga al escritor a servir sumisamente al lenguaje.



¿Pero quién se puede llamar escritor o autoproclamar con este nombre?

Escritores son los que deciden serlo, y decidirlo no es fácil. Para ser escritor hay que dejar muchas cosas, otros sueños, por ejemplo, y casi que dedicarse de lleno a las palabras. Se requiere tomar la decisión de trabajar horas y horas, en la mayoría de los casos sin remuneración.

La imagen romántica del escritor sin un peso es la mera realidad y no es tan romántica cuando uno decide vivirla y se expone a ser un “mantenido”. Ahora los únicos mecenas que existen son las parejas que, abnegadas, pagan las cuentas de sus amados que se pasan el día, y a veces las noches, escribiendo.

Las palabras no tienen precio, si usted osa ponerle uno entra en el campo de la prostitución. Parece ser que para que un escritor subsista de las letras requiere servirse de un proxeneta… ¡la literatura es un medio sucio! Sépalo. A menos que tenga mucho dinero y pueda darse el lujo de no hacer nada más que escribir, los escritores tienen que venderse.

La prostitución, la esclavitud y las pasiones no tienen reverso. Siempre el afectado volverá a las palabras, a las rejas de la cárcel, aunque se esconda para drogarse, aunque oculte la evidencia, porque él es solo un instrumento.


 «Decir “literatura” y “vida” para mí es siempre lo mismo», palabras de Cortázar en una charla a unos estudiantes de la universidad Berkeley. Partiendo de esta premisa, para un literato dejar de escribir es como suicidarse y este acto está dado por causas semejantes a las del suicidio real. Viene después de una depresión mayor, y se comete por una falta o exceso de cobardía. Hay que ser muy cobarde para dar el brazo a torcer y aceptar que escribir no es para uno, y muy “macho” para privarse de escribir y decirle al mundo que uno se rindió. 

Las causas de estos suicidios son múltiples. La depresión empieza en muchos escritores como ideas de minusvalía o de anulación.  Es común que sientan que no son valorados en su medio, sienten que no escriben bien, que son malos, que no pueden mejorar o por el contrario, sienten que la gente no comprende lo que escriben. Las ideas se acaban, los bloqueos hacen que se replanteen su rol en la sociedad y busquen otros oficios; se sienten decepcionados con las críticas que se dirigen al autor o a la obra. Otra causa es el cansancio de invertir tiempo y tiempo sin una recompensa. Después de todo esto, se rinden y deciden con rabia, algunas veces con tristeza, olvidarse de esa amante desagradecida, de ese amo torturador.

Hay también quienes escapan: aquellos orgullosos, que después de escribir algo muy bueno se sienten incapaces de mejorarlo; cometen un gesto suicida, se esconden y continúan escribiendo en silencio para sí. Creo que estos son los más renuentes a morir, y nunca, nunca dejarán el oficio.

Existen también las muertes accidentales dadas por causas físicas. Es el caso de los escritores que padecen enfermedades psiquiátricas, ellos ni se dan cuenta de que las letras se les van, la lucidez los abandona, padecen demencias avanzadas como esquizofrenia o Alzheimer.

Y no olvidemos a los que no fueron ni serán…  Los que se gestan como escritores, pero nunca llegan a su parto, los abortos literarios. Usan las letras como terapia durante su adolescencia y juegan a ser poetas, —ya frágiles de por sí—. Llega la madurez y la resolución de su conflicto con la vida y la muerte; se curan de tanto romanticismo y dejan de escribir, y a veces hasta de leer.



Es posible la muerte literaria, ¡claro que sí!

Para algunos es una muerte anhelada. Buscan el descanso que no los alcanza y dicen que se van, pero son incapaces de quedarse mudos y vuelven a hablar de la peor manera… publicando. Así hacen evidente su falta de voluntad.

A mí no me importa que las palabras me hayan usado, aunque no sea una escritora ni famosa ni declarada, siempre supe que fui su instrumento. Sola o acompañada siempre terminaba mis noches de juventud igual: alejada del mundo con ellas como única compañía.  El dolor, sobrevalorado en esos años, se disolvió, y entonces ellas, resentidas, se le escapaban a la calma de la nueva realidad. Me enojé, tuve una fuerte pelea y escapé.  Como habían sido mi oxígeno por tanto tiempo, me enfermé y empecé a hacer apneas. 

La hipoxia me duró unos cinco años, fue larga, un poco angustiante, pero al final uno se acostumbra a la muerte. Durante ese tiempo desvié los sentimientos, pulí la lógica, olvidé los conceptos de hacer una oración coherente y pasé por un filtro las palabras, para quedarme solo con los hechos del diario vivir. En pocas palabras, me ahogué.

Descubrí que a pesar de que uno se resista a escribir, las palabras se siguen amontonando para irritarlo, hasta un punto tal que evitar ponerlas en un papel puede enfermarte y entonces uno deja todo. Se quita los disfraces, por ejemplo, una bata blanca, y se queda pegado a un computador esperando simple y llanamente a que la pareja lo mantenga.

Muchos aspirantes a escritores se engañan. sienten que son libres porque no estudiaron literatura y no se dan cuenta de que igual son títeres, que todo lo que se aprende es para las letras, alimento. Finalmente, si estás en el camino de la literatura, terminas siendo un prisionero y cuando por cualquier motivo se quiere escapar, las palabras, escritas o no, van y te capturan.  Empiezan por desmembrarte, te exprimen del pasado el dolor, los amores, los desamores; te quitan el anarquismo y las ideas políticas; revuelcan tus vivencias, las combinan con fantasías y miedos, y se cobran cada minuto que las ignoraste. Lo peor de todo es que a veces termina siendo un mal cuento. «Lo importante ahora es salir del estado catatónico. No importa que la salida no sea elegante.», decía Mario Levrero en El discurso vacío.

Si el escritor se siente cansado, tal vez, algún día las letras le permitan un receso sin que sienta cargo de conciencia por no ponerlas en un papel. Pero, eso será tan solo por una corta temporada; si piensa en el abandono definitivo que se atenga… porque regresarán y se llevarán toda voluntad de jubilación, de deserción; se llevarán las ganas de muerte, ellas pocas veces permiten el suicidio. 


Ángela María Ramírez Gil

miércoles, 10 de agosto de 2022

El museo de Edgardsville: Carlos Alberto Velasquez C.

 El siguiente cuento fue publicado en la Antología Relata 2016. Red de Escritura Creativa, bajo el auspicio del Ministerio de Cultura de Colombia. 


Sea esta mi oportunidad para agradecer al profesor Luis Fernando Macías Z. quien envió mi cuento al Ministerio,  a la editora Janeth Franco Posada por sus acertadas correcciones y al Grupo de Literatura y libro - Dirección de Artes  del Ministerio de Cultura. 




EL MUSEO DE EDGARSVILLE
Carlos Alberto Velásquez Córdoba

El doctor Johnson paró en la estación de servicio de Beach Grove.
—Perdone, ¿sabe usted cómo se llega a Chattanooga por esta vía?
—Solo siga ese camino unas treinta millas. Siempre tome la desviación de la derecha. A la sexta desviación gire a la izquierda y luego siga siempre a la derecha. Llegará a la ruta 24. No se perderá.
—Muchas gracias —respondió el doctor Johnson mientras se repetía a sí mismo: “siempre a la derecha, a la sexta a la izquierda y luego siempre a la derecha”.

Ya se había desviado mucho de su ruta original. El cierre de la vía por los trabajos de mantenimiento sobre el puente del río Ohio lo había hecho encontrar Metrópolis, el pueblo de Supermán. Ahora, luego de pasar Nashville, había decidido tomar otra ruta. Como había hecho en los últimos días, disfrutaba variando el itinerario programado. Era un viaje alucinante.

No sabía cómo había llegado hasta un paraje tan alejado. Nunca había planeado llegar a Beach Grove. Aunque el doctor Johnson en su juventud había sido un aventurero, a sus setenta años se había vuelto una persona a la que le gustaba tener la certeza de estar en el camino correcto. Sin embargo, en las últimas dos semanas había vuelto a la aventura.

Pagó en efectivo la gasolina de su vehículo y se aproximó al borde de la carretera para tomar una fotografía de un álamo que se veía a lo lejos en la pradera y que servía de sombra a unas pocas vacas que pastaban.

Una flor al borde de la carretera lo atrajo y quiso tomar otra fotografía, pero descubrió que el rollo se había acabado. Volvió a su Dodge Coronet modelo 70 y buscó en el asiento trasero un nuevo rollo de película. Nunca se había acostumbrado a usar las cámaras digitales.

Sus hijos no entendían por qué prefería su vieja Nikon, a pesar de que en su cumpleaños número sesenta le habían regalado una cámara digital de más de dos mil dólares. Él había agradecido el detalle, pero seguía usando la cámara mecánica. Sus hijos no lo entendían y él no había hecho nada para hacerse entender. Hacía muchos años se había distanciado de ellos.

Una vez puso el nuevo rollo, tomó varias fotos a la flor silvestre, guardó el rollo terminado en su maletín de fotografía para revelarlo después, encendió el auto y siguió por el camino indicado.

Le gustaban el silencio y la soledad. Por eso había decidido salirse de la ruta en Nashville y experimentar otros caminos menos transitados. Tenía tiempo de sobra.
Desde que había muerto su esposa, dos años antes, había estado planeando hacer un viaje al sur para visitar a sus nietos en Jacksonville. No sabía si su hijo y su nuera lo recibirían bien. Quería darles una sorpresa, pero no le extrañaría que no lo recibieran con los brazos abiertos. La visita era solo un pretexto para viajar.
Había planeado un viaje en automóvil desde Seattle hasta Jacksonville en dos semanas. Conduciría a lo largo de los Estados Unidos, conocería algunos pueblos, recordaría algunas ciudades y tomaría algunas fotos. Las tres mil nueve millas de distancia podría recorrerlas en cuarenta y ocho horas, pero había decidido no apresurarse. Toda la vida había estado corriendo de un lado para otro.

Como director adjunto del Departamento de Neurocirugía del Northwest Hospital Center, el doctor Johnson había librado una batalla frontal contra las políticas de recorte presupuestal. Había sido profesor de cientos de médicos que llegaban a especializarse. Había publicado un centenar de trabajos de investigación y había obtenido una decena de premios en el área de las neurociencias.

Sin embargo, como él sabía y lo había confirmado cuando ejercía su profesión, todo se acaba. Su esposa había muerto de un tumor cerebral hacía dos años y a pesar de todos sus conocimientos no había podido hacer nada para salvarla. A partir de entonces, su único resguardo fue su trabajo hasta que un día lo jubilaron.
Se encontró de pronto en su casa, mirando la televisión en una espaciosa sala, rodeado de un montón de cuadros y un centenar de fotografías que había tomado.
En una pared las fotos de su esposa, de sus hijos aún pequeños, las fotos de los matrimonios de sus hijos y a los lados las fotos de sus nietos, que apenas conocía.

Estaba rodeado de recuerdos y no tenía nada en el presente.
De golpe se dio cuenta de que este no era su lugar. Era la casa de su esposa y de sus hijos cuando eran pequeños. Su hogar era el hospital que le había dado una placa y le había hecho un brindis deseándole un buen retiro.

Sin embargo, en las dos últimas semanas había vuelto a vivir. Se sentía joven de nuevo. Aunque tenía otro vehículo más moderno, optó por viajar en su viejo Dodge, el auto en el cual había ido con su esposa a las cataratas del Niágara en su luna de miel. Nunca quiso deshacerse de su primer automóvil, a pesar de que tenía el dinero suficiente para comprar el auto de moda que lucía en el trabajo. Cuando quería disfrutar del placer de conducir y tener un tiempo para sí mismo, usaba su antiguo carro.

Había descubierto que de seguir la vía principal llegaría en menos de una semana a su destino. Por eso había decidido tomar las vías secundarias y conocer un poco del país que nadie conocía. Así había encontrado un pueblito que se llamaba Metrópolis, como el de Supermán, a orillas del río Ohio. En Lodge Grass, Montanna, se había enterado de una ley que prohibía que las mujeres casadas fueran solas a pescar los domingos. En Paducah, Illinois, le advirtieron que si no llevaba al menos un dólar, lo podrían arrestar por vago. A medida que viajaba encontraba ciudades y poblados con los nombres más raros y con las costumbres más extrañas.

Por esta razón había decidido tomarse un poco más de tiempo y hacer de este viaje una aventura.

Al llegar a Nashville se desvió de la ruta 24 luego de pasar Murfreesboro y llegó a Beach Grove.

Siguiendo las indicaciones del hombre de la gasolinera, siguió por la carretera angosta, “siempre a la derecha” hasta encontrar la sexta desviación. Allí pensó un poco. La entrada de la izquierda no parecía estar en buen estado. Dos desviaciones atrás había tenido que desandar el camino porque descubrió que la carretera tomada iba a una propiedad privada.

“A la sexta desviación gire a la izquierda”, recordaba.

Eran más de las cuatro de la tarde y el doctor Johnson esperaba llegar a Chattanooga antes de las seis. Seguramente se había pasado dEran más de las cuatro de la tarde y el doctor Johnson esperaba llegar a Chattanooga antes de las seis. Seguramente se había pasado de la desviación indicada para tomar a la izquierda. Consultó su mapa, pero se convenció de que la pequeña ruta tomada no aparecía en él. George, su hijo, habría sacado su Iphone y habría encontrado la ruta por medio del GPS, pero el doctor Johnson odiaba este tipo de tecnologías. Le gustaba hacer las cosas como los verdaderos hombres. “Washington no hubiera usado un GPS para cruzar el Delaware”, solía decir.

Una hora más tarde, cuando pensaba en que tendría que devolverse nuevamente y conducir a oscuras, se topó con un pequeño aviso que decía:e la desviación indicada para tomar a la izquierda. Consultó su mapa, pero se convenció de que la pequeña ruta tomada no aparecía en él. George, su hijo, habría sacado su Iphone y habría encontrado la ruta por medio del GPS, pero el doctor Johnson odiaba este tipo de tecnologías. Le gustaba hacer las cosas como los verdaderos hombres. “Washington no hubiera usado un GPS para cruzar el Delaware”, solía decir.

Una hora más tarde, cuando pensaba en que tendría que devolverse nuevamente y conducir a oscuras, se topó con un pequeño aviso que decía:

Edgarsville 5 Mlls.

Se alegró de ver indicios de civilización. Había conducido por una carretera no pavimentada por más tres horas desde la estación de servicio y quería encontrar un sitio donde descansar.

Cinco millas adelante paró para tomar una fotografía del aviso de bienvenida.

Welcome to Edgarsville.
Population 856


Edgarsville parecía un pueblo acogedor, que se había quedado olvidado en los años sesenta. Las calles estaban pavimentadas. Las casas de madera, pintadas de blanco con techo rojo, eran generalmente de un solo piso. Algunas con grandes antejardines. Las amas de casa con vestidos de flores vigilaban los juegos de sus hijos. Los perros dormían en las entradas de las casas.
Algunos transeúntes miraban al recién llegado como preguntándose qué hacía un extraño allí. Sin embargo, el viejo automóvil parecía ser parte del pueblo.
Condujo por la vía principal hasta una edificación que dominaba sobre las otras por ser de tres pisos. Un letrero de “Hotel” lo hizo parar. Quería encontrar un sitio donde darse una ducha y dormir.

Un arrugado anciano, de pies cansados y un poco sordo, lo registró en la recepción. El hombre, en un inglés muy pausado y con acento sureño, le dio la llave de la habitación.

El doctor Johnson subió a su habitación en el segundo piso mientras un hombre negro de aspecto fornido llevó su escaso equipaje hasta ella.
—Por el auto no se preocupe. Aquí nunca se han robado nada —dijo mientras descargaba las dos maletas sobre la cama—. Recuerde que la cena se sirve a las ocho.
—¿Hay muchos huéspedes en el momento? —quiso saber Johnson.
—Solo una pareja: recién casados —y guiñando el ojo continuó—. No se preocupe. Su habitación no queda contigua a la suya. —Y salió, dando un portazo tras de sí.

Luego de un baño que lo renovó por completo, el doctor Johnson dormitó un poco, hasta que unas risas en el piso de abajo lo despertaron. Miró el reloj y descubrió que eran cerca de las nueve de la noche. A través de la ventana entraban las tenues luces de una ciudad tranquila. Recordó que no había probado bocado desde Nashville. Su estómago se lo estaba diciendo.

Bajó las escalas de madera y se dirigió al modesto comedor donde una pareja joven reía a carcajadas en una de las mesas.
—Querida, creo que despertaste al señor…
La joven que reía se disculpó, tratando de sofocar la risa.
—¿Lo despertamos? Lo siento. No sabía que había más huéspedes. Es que Geofrey me hace reír…
—No se disculpe. Me agrada ver reír a la gente.
—No sabíamos que había más huéspedes —agregó Geofrey, como pidiendo disculpas.
—Es que acabo de llegar —respondió Johnson mientras tomaba la silla de una mesa vecina.
—¿Vino solo? —preguntó ella.
—Querida, no seas indiscreta.
—No, no es ninguna indiscreción —dijo Johnson— Sí, vine solo. Voy camino a ver mis nietos, en Jacksonville.
—¿Y no está muy lejos de la ruta? —preguntó curioso Geofrey.
—¡Indiscreto! —aprovechó ella para desquitarse.

Y así se entabló una conversación que duró hasta las diez de la noche. El doctor Johnson contó cómo había salido hacía dos semanas de Seattle y había recorrido más de medio país tomando fotografías y conociendo lugares de los que nunca había leído.

Contó sobre la muerte de su esposa y de lo lejos que vivían sus hijos, a los que nunca veía y de los que pocas veces tenía noticias. Entre tanto, una empleada negra que Johnson sospechaba era la esposa del botones le servía una sopa y un steak de pollo asado que devoró.

Conoció también la historia de los Stampton, quienes se habían casado a escondidas hacía dos días. De no más de veinticuatro años, Geofrey Stampton trabajaba en una empresa de empaques como empleado. Ella era camarera en un restaurante en Knoxville. Tendría unos veinte años a lo sumo. Se casaron en contra de la voluntad del padre de ella, que no quería ver a su hija viviendo con un empleado raso, bueno para nada. Como no tenían mucho dinero para la luna de miel, habían decidido recorrer varios pueblos en la moto hasta que el dinero se les acabara. Después buscarían un sitio donde encontrar trabajo y asentarse.
—¿Y cuándo llegaron a este pueblo?
—Ayer en la tarde. Nos gustó el sitio y nos quedamos hasta hoy. Ya mañana buscaremos otro pueblo para conocer.
—¿Y qué les ha parecido Edgarsville? —preguntó curioso el doctor Johnson.
—Es un pueblo como todos por aquí. No hay progreso. Todo es muy simple. Un supermercado, un hotel, un teatro donde presentan películas de hace veinte años, una iglesia… Nada del otro mundo —dijo la joven señora Stampton.
—Lo único que vale la pena es el museo del doctor Smith.
—No me pareció nada del otro mundo —intervino ella.
—Verá. Es un sitio con unas estatuas que parecen reales. A uno le parece que en cualquier momento van a moverse. Es muy parecido al museo ese, el de cera que hay en París.
—¿El de Madame Tussaud?
—Sí, ese mismo. El de las estatuas de los famosos.

El doctor Johnson no quiso corregir al señor Stampton, diciéndole que en París no había tal museo. Se notaba a la legua que la señora Stampton estaba orgullosa de la cultura general de su esposo y no quería decepcionarla.
—Bueno, pues habrá que visitarlo mañana.
—Ay, no. Por favor, no vaya. Ese sitio me produjo escalofríos —respondió la señora Stampton abrazando a su reciente esposo.
—Es que a ella no le gustó, porque dicen que son figuras con humanos reales.
—¿Cómo así? —preguntó Johnson intrigado.
—Es que realmente no son esculturas. Son cuerpos humanos momificados —dijo ella haciendo gestos infantiles.
—Eso lo dicen para que uno pague los diez dólares de la entrada.
—Pues a mí me parecieron reales —insistió la mujer.
—El dueño dice que son personas reales plastificadas.

El doctor Johnson pensó inmediatamente en la plastinación. Como médico y cirujano, sabía de la técnica de plastinación descubierta hacía poco, que permitía preparar un cadáver con una sustancia plástica que lo conservaría por años sin descomponerse.
—Habrá pues que ir a conocer ese museo del doctor…
—Smith.
—Eso… Smith.

El hombre de la recepción y la mujer negra estaban apagando algunas luces de los corredores, por lo que los Stampton y el doctor Johnson se despidieron cordialmente, deseándose una feliz noche.

La joven pareja subió corriendo las escalas entre risas y manoseos. El doctor Johnson subió a preparar su equipo para fotografiar al día siguiente la iglesia, el teatro, el supermercado y, por supuesto, el museo del doctor Smith.

Despertó a las nueve de la mañana. Cuando bajó al comedor a desayunar, solo estaba la señora Stampton. Luego de un cortés saludo, la joven le contó que su esposo había salido muy temprano. Quería caminar un poco.
Al ver la cámara de Johnson, preguntó inquieta:
—No irá usted al museo.
—Claro que sí, me interesa conocerlo.
—Por favor no vaya. Creerá usted que estoy loca, pero tuve un sueño extraño con ese lugar.
—No se preocupe, querida. Nada va a ocurrirme —respondió el doctor, mientras pensaba para sí: “Dudo que haya tenido tiempo para dormir y soñar”, recordando los gemidos que se escucharon hasta muy entrada la mañana.

Luego de un frugal desayuno preguntó al encargado del hotel por la ubicación del museo y salió a dar un paseo, no sin antes ponerse un sombrero de esparto, similar a los que se usan en el sur de Florida y que había conseguido en uno de los tantos pueblos recorridos.

Tal como lo habían descrito los Stampton, no había mucho que ver en el pueblo. Una escuela pequeña que ya tenía sus puertas cerradas para evitar que los niños escaparan de sus clases. Un supermercado que apenas abría y donde una que otra mujer se acercaba a comprar legumbres y hortalizas.

El teatro pueblerino anunciaba el estreno de la película Jurassic Park. La basura acumulada en la entrada y el estado deteriorado del cartel hacían pensar que su última función había sido más de diez años atrás.

Dando un poco más de vueltas encontró una casa de entrada amplia en la que había un anuncio que decía:
Museo del Dr. Smith.
Entrada: 10 dólares


A la entrada, una mujer indígena de unos veinte años le vendió la boleta a través de una pequeña ventanilla que había dentro de un zaguán. Luego la mujer tocó una campana y desapareció de la ventana para aparecer luego en la puerta interna.

Al entrar, lo primero que vio fue a un hombre de unos sesenta años, cabello cano, lentes con montura de carey, traje y zapatos blancos. Llevaba bigote y barba blancos que contrastaban con el corbatín negro. Johnson pensó inmediatamente en el coronel Sanders, famoso por los pollos de Kentucky.
—Bienvenidos, damas, caballeros y niños al museo del doctor Smith. Aquí encontrarán piedras que vienen de las minas del rey Salomón, la sortija de compromiso de uno de los aliens que se accidentaron en Roswell, un trozo de la cruz donde murió Jesús de Nazaret, la hamaca en que dormía el doctor Stanley cuando se encontró con el doctor Livingstone, y mucho más. Y por cinco dólares más podrán conocer el museo de los muertos vivientes. Un fantástico recorrido por el mundo de los que nos han visitado y nos han dejado sus cuerpos.

El doctor Johnson sonrió divertido al ver que dicho personaje extendía su mano pidiendo los otros cinco dólares al tiempo que pronunciaba esas palabras.
—Permítame que me presente. Soy el doctor Smith. Dueño del museo. Veo que viene solo. De manera que seré su guía. Bienvenido.
Johnson comenzó el recorrido entre escéptico y divertido. Por supuesto, pagó los cinco dólares extras que el hombre de blanco se guardó inmediatamente en el bolsillo trasero de su pantalón. El doctor Smith hablaba como si hubiera un público numeroso oyendo sus explicaciones.

Comenzó a caminar por una serie de habitaciones, y explicaba cosas de difícil verificación. En esta silla se sentó el general Ulises Grant a beber un tequila que le habían traído de México. En aquel espejo, el general Custer se peinó antes de ir a la batalla.
Estas piedras son traídas del Amazonas. Fueron robadas a Pizarro, que las pensaba enviar a España como regalo al rey Carlos V.

Fueron pasando de habitación en habitación. Un pedazo de metal retorcido con visos verdes resultó ser un anillo que portaba un extraterrestre accidentado en Roswell.

El doctor Johnson estaba convencido de que había tirado sus quince dólares. No había en todo el museo nada digno de fotografiar. Estaba por interrumpir a su guía para terminar el recorrido cuando aquel lo tomó por el brazo y le dijo:
—Ahora viene lo más fantástico. Mi colección de muertos vivientes.
Y conduciéndolo por un pasadizo estrecho lo llevó a un recinto donde se podía ver una serie de estatuas con figuras humanas.
—Por favor. Sin fotografías —se apresuró a decir el guía cuando vio que Johnson quitaba la tapa al objetivo de su cámara.

El doctor Johnson iba a protestar, pero vio en los ojos del doctor Smith una expresión que se lo impidió.

Llegaron hasta las figuras. Una de ellas tenía un uniforme del ejército alemán y hacía el gesto de saludar extendiendo su brazo al frente.

Una mujer tenía un ceñido vestido de la época victoriana con una falda amplia que parecía más un paracaídas abierto que una prenda de vestir. Portaba una sombrilla con la que aparentaba cubrirse del sol.

En un rincón, un personaje de bombín, bastón y pantalones caídos, parecía emular al fantástico Charles Chaplin. La cara era muy diferente, pero un negro bigote recortado insinuaba sus facciones.

Había todo tipo de personajes: una figura vestida de soldado romano cuya inscripción decía Julio César. Otra figura femenina vestida de piloto parecía ser Amelia Earhart. Otro, con una barba evidentemente postiza, era Ulises Grant; una figura con una peluca blanca y una casaca militar era George Washington. Las caras no se parecían a los personajes reales de la historia. La cara de la figura de Washington no tenía la nariz prominente. El Cristóbal Colón tenía la cara de un muchacho de veinte años, de aspecto indígena. Sin embargo, por su vestimenta, el catalejo en una mano y el mapa en la otra, hubiera pasado por el navegante genovés.

El sitio era fantástico. Las facciones de los personajes eran perfectas. Mucho mejor logradas que el museo de Madame Tussaud. El doctor Johnson se acercó a varias de las figuras y creía ver el cristalino en los ojos de cada una. Las fosas nasales tenían vibrisas como las de una nariz real. La piel tenía todas las arrugas esperadas e imperfecciones propias de un cuerpo humano. La anatomía de las venas del dorso de las manos era reproducida con total fidelidad. A los que tenían la boca semiabierta se les veía una lengua perfectamente labrada en su interior. Incluso creyó ver un poco de cera en la oreja derecha de la figura de Julio César.
Cada uno tenía una fisionomía diferente. Ninguna cara se parecía a la del personaje que representaba, pero la perfección en los rostros era impresionante.
—Nunca me hubiera imaginado a Atila el huno, rubio y con ojos azules —dijo Johnson, parado frente a la figura.
—Era el único cuerpo que tenía en ese momento.
—¿Es que usted no los hace?
—No, me los regalan los que vienen por aquí.
—¿Y los vestidos?
—Esos los hace Rosario, mi mujer.
—¿Pero cómo hace para que los muñecos queden tan bien?
—Es que no son muñecos. Son personas reales —respondió al oído Smith.

El doctor Johnson recordó entonces el malestar que el museo había producido en la señora Stampton. Incluso él sintió un poco de mareo, que atribuyó al calor del recinto.
Sabía muy bien que ese cuento de los cuerpos humanos embalsamados era un gancho publicitario para que los turistas (los pocos que pudieran llegar), quedaran impresionados.

Reconoció la figura de Hitler por el uniforme de un general alemán de alto rango, el cabello peinado de lado y el conocido bigote. Sin embargo, el personaje que lo interpretaba parecía tener ochenta años.
—Pero Hitler no era tan viejo…
—Tal vez no externamente, pero por dentro era un anciano. ¿Qué edad real tiene usted?
Johnson sonrió inmediatamente. El viaje que estaba realizando lo había convertido en un joven de veinte años.

Volvió a mirar la figura. Los ojos, las cejas, la piel… todo parecía tan real.
Intentó tocarlo, pero su guía le cogió la mano.
—No tocar —dijo, señalando el letrero que estaba replicado en todas las paredes.
—Es que parecen tan reales…
—Plastinación.
—¿Cómo dice?
—Plastinación —respondió el anfitrión—. Es la técnica que descubrió mi tatarabuelo hace más de doscientos años. Es la que aún uso en los cuerpos.
Está loco, pensó el doctor Johnson mientras seguía su recorrido por una galería de recintos, Cleopatra, Hipatia, Galileo Galilei, Leonardo Da Vinci, Caperucita Roja, Alejandro Magno, Shakespeare, Marco Polo. Carl Marx, Blanca nieves, Gengis Kan, Abraham, Ramses II y cientos de personajes de la historia, reales o imaginarios. Por supuesto, no podía faltar el imperdible Napoleón Bonaparte.
Claro que este Napoleón media más seis pies de alto. De todos modos, era un verdadero espectáculo ver esa figura del personaje con su casaca militar y con su mano metida entre la ropa, pareciendo rascarse el ombligo.

Los muñecos de plástico, de cera o del material en que hubieran sido fabricados eran toda una obra de arte. Sobre todo el hecho de que cada figura tuviera una cara y una forma diferentes. De entrada se podía ver que no habían sido fabricados en serie. Cada muñeco tenía características individuales. Como los soldados de terracota que había visto en el museo de Nueva York.

A Johnson le gustó la idea del doctor Smith de inventar que eran cuerpos humanos reales para generar impacto en sus visitantes. El hombre era un excelente mentiroso.

Otro detalle llamó la atención de Johnson. Algunas prendas parecían más viejas y decoloradas. Otras, por el contrario, parecían recién hechas. Y se lo hizo saber a su guía.
—Es que este museo está en permanente crecimiento. Ahora mismo estoy preparando la figura para Romeo y Julieta. Me falta Julieta. Y también tengo el traje listo para Neil Armstrong, el astronauta.
—Qué interesante —se limitó a decir Johnson mientras seguía recorriendo habitaciones.

Cuando salió del museo eran más de las dos de la tarde. El sol calentaba fuerte a pesar de que el verano había pasado hacía varios meses.

Se tomó una cerveza en la tienda de una esquina y decidió volver al hotel. Había sido una verdadera lástima que le impidieran tomar fotografías. Un sitio así no volvería a encontrar en lo que quedaba de su viaje. Si bien al principio le pareció un robo, al final había quedado convencido de que los quince dólares habían sido bien invertidos.

Al llegar al hotel, el anciano recepcionista le preguntó si almorzaría. Él respondió que no, pero que se sentaría en la sala un rato a leer la prensa.
Allí encontró llorando a la señora Stampton.
—Es Geofrey. Aún no ha vuelto.
—¿Y su moto? —preguntó el doctor Johnson sin mucha prudencia.
—Él no me abandonaría. Estamos enamorados.
—No quise decir eso, por favor discúlpeme. Quiero decir…
—Su moto está afuera. Ya revisé —respondió ella en tono agresivo.

Hubo un silencio bochornoso que duró unos pocos segundos.
—Le dije esta mañana que no volviera al museo, pero no me hizo caso. Él quería tomar unas fotos de los cuerpos. Se llevó la cámara. Seguro se fue para allá.
—Pero yo estuve allí y no lo vi.
—Está allá. Con toda seguridad que está allá. En el fondo de mi corazón lo presiento.

A Johnson no le gustaba ver llorar a una dama. Como buen caballero, se ofreció a acompañar a Mrs. Stampton hasta el museo.

No era la primera vez que unos jóvenes se casaban llevados por las hormonas y el momento, y después uno u otro se daba cuenta de que el matrimonio no era lo que buscaban. No era infrecuente que uno de los dos huyera aterrado. Pero, por otra parte, la motocicleta de Geofrey seguía parqueada en la calle, detrás del Dodge Coronet de Johnson, por lo que la hipótesis de la huida parecía poco probable.

El doctor Johnson le propuso acompañarla a buscarlo por el pueblo y aprovechar y pasar por el museo. Por lo menos así la señora Stampton confirmaría o descartaría sus sospechas. Además, no abandonaba la posibilidad de poder tomar alguna fotografía.

El encargado del hotel vio cómo el doctor Johnson salía nuevamente a la calle acompañado de la señora Stampton, que lloraba prendida de su brazo. El arrugado anciano sabía que nunca más los volvería a ver.

Y así fue. El doctor Johnson nunca volvió al hotel. Tampoco llegó a Jacksonville para visitar a unos nietos que ni siquiera lo recordaban. La señora Stampton nunca volvió a trabajar como camarera de un restaurante. Su padre aún maldice al vago que se la llevó.

Pero las pocas personas que visitan el museo del doctor Smith en el remoto pueblo de Edgarsville pueden ver una feliz pareja abrazada, ataviada con ropajes de la Verona del siglo XV. Ambos irradian felicidad. Ellos son Romeo y Julieta. Los amantes que murieron víctimas de un amor juvenil y del odio de sus padres.
En otra sala ven un personaje vestido de astronauta, con un cartel que dice:

Neil Armstrong.
Primer hombre en pisar la luna.
Favor no tocar


Descarga de libro

Si deseas descargar el libro completo de Antología Relata 2016 solo tienes que hacer clic en el enlace que hay bajo la imagen del libro.


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Posdata

A continuación les dejo el mapa del recorrido que hizo el doctor Johnson. Por favor tengan mucho cuidado y no entren a Edgarsville. 






miércoles, 3 de agosto de 2022

Lección aprendida. Cuento de Luisa Fernanda Mesa

 Esta semana les traigo un bello cuento publicado en la Antología Relata (Antología de la Red de Escritura Creativa, del Ministerio de cultura). 


Su autora es Luisa Fernanda Mesa Franco, una escritora de la que ya hablamos con ocasión de su libro 33 Razones para honrar mi vida.   También publicamos uno de los textos de dicho libro (ver  el amor tiene muchas formas)





Lección aprendida


Cae el sol en picada sobre las cabezas. Es medio día en el centro de la ciudad. Lo que me gusta y no me gusta del centro confluye a esta hora y se apretuja en las calles. Miles de personas afanadas estrujan y alegan mientras buscan una sombra pequeña en una ciudad que ha condenado históricamente sus árboles a morir engullidos por el cemento: Innovar, le llaman ahora.

Trato de no estorbarle a aquellos que tienen mas prisa y miro fascinada los colores y los gestos de la gente, mientras imagino conversaciones y situaciones, como tratando de leer un libro entre líneas, lentamente, distraída –con el bolso bien cerrado, por si acaso–.

Me llama la atención una voz infantil que dice categóricamente: –Todavía no, mamá.

Dirijo la mirada a la fuente sonora, y encuentro un cuadro poco común: un niño se ha quedado atrás solo,  mientras su madre, unos metros mas adelante y con la mano estirada,  trata de atraerlo, con un gesto, hacia ella.

En un punto intermedio entre madre e hijo, sin interrumpir el contacto invisible entre el brazo extendido y el niño con los brazos cruzados en gesto universal de rebeldía, hay un hombre de unos setenta años, barbado, andrajoso, que se está comiendo una empanada en una servilleta y un vaso con jugo color rosado.

–Pedro, vamos, pues, ¡vamos! –exclama la señora– Ya nos tenemos que ir.

–No mamá, todavía no –dice Pedro mientras cruza más las manos sobre su pecho y hace pucheros.

–Ya le diste un poco de comida al señor. Él se la está comiendo. Hicimos lo que querías, ya nos podemos ir –nuevamente le estira la mano.

–No, todavía no –responde Pedro y le increpa– No es bueno comer solo, tu me lo dices a diario. 

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Luisa Fernanda Mesa Franco. 


Médica Especialista en Rehabilitación. Amante de la lectura y la fotografía. Aprendiz en el arte de la escritura. Pertenece al taller de escritores de la cooperativa Comedal en la ciudad de Medellín, bajo la tutela del escritor Luis Fernando Macías.