La jubilación de un vicio
Arthur se quedó en silencio…
«Aún no me cabe en la cabeza, ni en la maleta más grande que tengo para viajar»
Un
escritor…
De cualquier oficio uno se puede retirar, depende de si se hace o no por pasión y de si la pasión dura muchos años. Aunque hay que tener en cuenta que las personas nos cansamos de todo, hasta de la vida.
Ahora
mi planteamiento es este: ¿será un escritor capaz de jubilarse de las
letras?
Hice
por ahí un sondeo rápido y llegué a un tecnicismo, tan de moda en este país:
uno se jubila cuando le pagan y con pago. Si un escritor no vive de las letras, técnicamente es imposible
jubilarse.
Hablemos
entonces de si es posible que un escritor se detenga, pare su producción,
decida callarse, contenerse, se muera para las palabras, ¿es posible?
Sí,
definitivamente es posible en escritores y en no escritores, de manera total y
de manera parcial. Pero, entonces, para
saber quiénes se retiran y quiénes simplemente se acaban o agotan tenemos que
definir «quién es un escritor»; porque no todo el que escribe un cuento, un par
de poesías o incluso una novela, es escritor. La vocación, su dedicación, sus impulsos y la experiencia de los años es
lo que lo define. Por ejemplo, los
poetas son más lábiles que los novelistas, tienden a desertar con más esmero.
La
escritura viene a ser como todo, un oficio. Hay quienes lo hacen con desgano y quienes se apasionan. También están los que redactan bien o los que
tienen a las letras como terapia y se sirven de ella por temporadas; pueden
trabajar en periódicos e incluso publicar. En Estados Unidos hay un gremio que escribe novelas de las películas que
son taquilleras; el derecho es que los libros se vuelvan películas, pero
también se hace lo contrario y contratan a buenos redactores; estos son
escritores de vestido, no de piel, y ellos, claro, pueden parar.
Tome
cualquier profesión y encontrará que durante la universidad, después del cuarto
o quinto semestre, los estudiantes siempre afrontan una crisis o dos, tal vez
más. Algunos desertan porque
definitivamente la carrera no era para ellos, otros siguen por convicción y
otros por terquedad. En la vida
profesional pasará lo mismo una y otra vez. La monotonía nos cansa. Llegará
un momento de odio ferviente a lo que se supone que amamos, por eso, porque lo
amamos, y cuando eso pasa es porque nos hemos convertido en esclavos y la
esclavitud se paga cara. Respiramos
diariamente, es nuestra vida, y aun así, existen los suicidas, pues también hay
suicidas literarios.
Los
escritores de piel son los más subyugados, son el objeto de las ficciones y de
las palabras, y ellas los toman para sí cuando les da la “reverenda gana”. Añada a eso la obligación y el terrible
sentimiento de responsabilidad que obliga al escritor a servir sumisamente al
lenguaje.
¿Pero
quién se puede llamar escritor o autoproclamar con este nombre?
Escritores
son los que deciden serlo, y decidirlo no es fácil. Para ser escritor hay que dejar muchas cosas,
otros sueños, por ejemplo, y casi que dedicarse de lleno a las palabras. Se requiere tomar la decisión de trabajar
horas y horas, en la mayoría de los casos sin remuneración.
La
imagen romántica del escritor sin un peso es la mera realidad y no es tan
romántica cuando uno decide vivirla y se expone a ser un “mantenido”. Ahora los únicos mecenas que existen son las
parejas que, abnegadas, pagan las cuentas de sus amados que se pasan el día, y
a veces las noches, escribiendo.
Las
palabras no tienen precio, si usted osa ponerle uno entra en el campo de la
prostitución. Parece ser que para que un escritor subsista de las letras
requiere servirse de un proxeneta… ¡la literatura es un medio sucio!
Sépalo. A menos que tenga mucho dinero y
pueda darse el lujo de no hacer nada más que escribir, los escritores tienen
que venderse.
La
prostitución, la esclavitud y las pasiones no tienen reverso. Siempre el afectado volverá a las palabras, a
las rejas de la cárcel, aunque se esconda para drogarse, aunque oculte la
evidencia, porque él es solo un instrumento.
«Decir “literatura” y “vida” para mí es siempre lo mismo»,
palabras de Cortázar en una charla a unos estudiantes de la universidad
Berkeley. Partiendo de esta premisa,
para un literato dejar de escribir es como suicidarse y este acto está
dado por causas semejantes a las del suicidio real. Viene después de una depresión mayor, y se
comete por una falta o exceso de cobardía. Hay que ser muy cobarde para dar el brazo a torcer y aceptar que escribir
no es para uno, y muy “macho” para privarse de escribir y decirle al mundo que
uno se rindió.
Las causas de estos suicidios son múltiples. La depresión empieza en muchos escritores como ideas de minusvalía o de anulación. Es común que sientan que no son valorados en su medio, sienten que no escriben bien, que son malos, que no pueden mejorar o por el contrario, sienten que la gente no comprende lo que escriben. Las ideas se acaban, los bloqueos hacen que se replanteen su rol en la sociedad y busquen otros oficios; se sienten decepcionados con las críticas que se dirigen al autor o a la obra. Otra causa es el cansancio de invertir tiempo y tiempo sin una recompensa. Después de todo esto, se rinden y deciden con rabia, algunas veces con tristeza, olvidarse de esa amante desagradecida, de ese amo torturador.
Hay
también quienes escapan: aquellos orgullosos, que después de escribir algo muy
bueno se sienten incapaces de mejorarlo; cometen un gesto suicida, se esconden
y continúan escribiendo en silencio para sí. Creo que estos son los más renuentes a morir, y nunca, nunca dejarán el
oficio.
Existen
también las muertes accidentales dadas por causas físicas. Es el caso de los escritores que padecen
enfermedades psiquiátricas, ellos ni se dan cuenta de que las letras se les
van, la lucidez los abandona, padecen demencias avanzadas como esquizofrenia o
Alzheimer.
Y no
olvidemos a los que no fueron ni serán…
Los que se gestan como escritores, pero nunca llegan a su parto, los
abortos literarios. Usan las letras como
terapia durante su adolescencia y juegan a ser poetas, —ya frágiles de por
sí—. Llega la madurez y la resolución de
su conflicto con la vida y la muerte; se curan de tanto romanticismo y dejan de
escribir, y a veces hasta de leer.
Es
posible la muerte literaria, ¡claro que sí!
Para
algunos es una muerte anhelada. Buscan el descanso que no los alcanza y dicen
que se van, pero son incapaces de quedarse mudos y vuelven a hablar de la peor
manera… publicando. Así hacen evidente
su falta de voluntad.
A mí
no me importa que las palabras me hayan usado, aunque no sea una escritora ni
famosa ni declarada, siempre supe que fui su instrumento. Sola o acompañada
siempre terminaba mis noches de juventud igual: alejada del mundo con ellas
como única compañía. El dolor,
sobrevalorado en esos años, se disolvió, y entonces ellas, resentidas, se le
escapaban a la calma de la nueva realidad. Me enojé, tuve una fuerte pelea y
escapé. Como habían sido mi oxígeno por
tanto tiempo, me enfermé y empecé a hacer apneas.
La
hipoxia me duró unos cinco años, fue larga, un poco angustiante, pero al final
uno se acostumbra a la muerte. Durante
ese tiempo desvié los sentimientos, pulí la lógica, olvidé los conceptos de
hacer una oración coherente y pasé por un filtro las palabras, para quedarme
solo con los hechos del diario vivir. En pocas palabras, me ahogué.
Descubrí
que a pesar de que uno se resista a escribir, las palabras se siguen
amontonando para irritarlo, hasta un punto tal que evitar ponerlas en un papel
puede enfermarte y entonces uno deja todo. Se quita los disfraces, por ejemplo,
una bata blanca, y se queda pegado a un computador esperando simple y
llanamente a que la pareja lo mantenga.
Muchos
aspirantes a escritores se engañan. sienten que son libres porque no estudiaron
literatura y no se dan cuenta de que igual son títeres, que todo lo que se
aprende es para las letras, alimento. Finalmente, si estás en el camino de la literatura, terminas siendo un
prisionero y cuando por cualquier motivo se quiere escapar, las palabras, escritas
o no, van y te capturan. Empiezan por
desmembrarte, te exprimen del pasado el dolor, los amores, los desamores; te
quitan el anarquismo y las ideas políticas; revuelcan tus vivencias, las
combinan con fantasías y miedos, y se cobran cada minuto que las
ignoraste. Lo peor de todo es que a
veces termina siendo un mal cuento. «Lo
importante ahora es salir del estado catatónico. No importa que la salida no
sea elegante.», decía Mario Levrero en El discurso vacío.
Si el escritor se siente cansado, tal vez, algún día las letras le permitan un receso sin que sienta cargo de conciencia por no ponerlas en un papel. Pero, eso será tan solo por una corta temporada; si piensa en el abandono definitivo que se atenga… porque regresarán y se llevarán toda voluntad de jubilación, de deserción; se llevarán las ganas de muerte, ellas pocas veces permiten el suicidio.
Ángela María Ramírez Gil
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