miércoles, 17 de agosto de 2022

La jubilación de un vicio: Ángela María Ramírez Gil

La jubilación de un vicio

 

Arthur se quedó en silencio… «Aún no me cabe en la cabeza, ni en la maleta más grande que tengo para viajar»

Un escritor…

De cualquier oficio uno se puede retirar, depende de si se hace o no por pasión y de si la pasión dura muchos años. Aunque hay que tener en cuenta que las personas nos cansamos de todo, hasta de la vida.




Ahora mi planteamiento es este: ¿será un escritor capaz de jubilarse de las letras?   

Hice por ahí un sondeo rápido y llegué a un tecnicismo, tan de moda en este país: uno se jubila cuando le pagan y con pago. Si un escritor no vive de las letras, técnicamente es imposible jubilarse.

Hablemos entonces de si es posible que un escritor se detenga, pare su producción, decida callarse, contenerse, se muera para las palabras, ¿es posible?

Sí, definitivamente es posible en escritores y en no escritores, de manera total y de manera parcial. Pero, entonces, para saber quiénes se retiran y quiénes simplemente se acaban o agotan tenemos que definir «quién es un escritor»; porque no todo el que escribe un cuento, un par de poesías o incluso una novela, es escritor. La vocación, su dedicación, sus impulsos y la experiencia de los años es lo que lo define. Por ejemplo, los poetas son más lábiles que los novelistas, tienden a desertar con más esmero.

La escritura viene a ser como todo, un oficio. Hay quienes lo hacen con desgano y quienes se apasionan. También están los que redactan bien o los que tienen a las letras como terapia y se sirven de ella por temporadas; pueden trabajar en periódicos e incluso publicar. En Estados Unidos hay un gremio que escribe novelas de las películas que son taquilleras; el derecho es que los libros se vuelvan películas, pero también se hace lo contrario y contratan a buenos redactores; estos son escritores de vestido, no de piel, y ellos, claro, pueden parar.


Tome cualquier profesión y encontrará que durante la universidad, después del cuarto o quinto semestre, los estudiantes siempre afrontan una crisis o dos, tal vez más. Algunos desertan porque definitivamente la carrera no era para ellos, otros siguen por convicción y otros por terquedad. En la vida profesional pasará lo mismo una y otra vez. La monotonía nos cansa. Llegará un momento de odio ferviente a lo que se supone que amamos, por eso, porque lo amamos, y cuando eso pasa es porque nos hemos convertido en esclavos y la esclavitud se paga cara. Respiramos diariamente, es nuestra vida, y aun así, existen los suicidas, pues también hay suicidas literarios.

Los escritores de piel son los más subyugados, son el objeto de las ficciones y de las palabras, y ellas los toman para sí cuando les da la “reverenda gana”. Añada a eso la obligación y el terrible sentimiento de responsabilidad que obliga al escritor a servir sumisamente al lenguaje.



¿Pero quién se puede llamar escritor o autoproclamar con este nombre?

Escritores son los que deciden serlo, y decidirlo no es fácil. Para ser escritor hay que dejar muchas cosas, otros sueños, por ejemplo, y casi que dedicarse de lleno a las palabras. Se requiere tomar la decisión de trabajar horas y horas, en la mayoría de los casos sin remuneración.

La imagen romántica del escritor sin un peso es la mera realidad y no es tan romántica cuando uno decide vivirla y se expone a ser un “mantenido”. Ahora los únicos mecenas que existen son las parejas que, abnegadas, pagan las cuentas de sus amados que se pasan el día, y a veces las noches, escribiendo.

Las palabras no tienen precio, si usted osa ponerle uno entra en el campo de la prostitución. Parece ser que para que un escritor subsista de las letras requiere servirse de un proxeneta… ¡la literatura es un medio sucio! Sépalo. A menos que tenga mucho dinero y pueda darse el lujo de no hacer nada más que escribir, los escritores tienen que venderse.

La prostitución, la esclavitud y las pasiones no tienen reverso. Siempre el afectado volverá a las palabras, a las rejas de la cárcel, aunque se esconda para drogarse, aunque oculte la evidencia, porque él es solo un instrumento.


 «Decir “literatura” y “vida” para mí es siempre lo mismo», palabras de Cortázar en una charla a unos estudiantes de la universidad Berkeley. Partiendo de esta premisa, para un literato dejar de escribir es como suicidarse y este acto está dado por causas semejantes a las del suicidio real. Viene después de una depresión mayor, y se comete por una falta o exceso de cobardía. Hay que ser muy cobarde para dar el brazo a torcer y aceptar que escribir no es para uno, y muy “macho” para privarse de escribir y decirle al mundo que uno se rindió. 

Las causas de estos suicidios son múltiples. La depresión empieza en muchos escritores como ideas de minusvalía o de anulación.  Es común que sientan que no son valorados en su medio, sienten que no escriben bien, que son malos, que no pueden mejorar o por el contrario, sienten que la gente no comprende lo que escriben. Las ideas se acaban, los bloqueos hacen que se replanteen su rol en la sociedad y busquen otros oficios; se sienten decepcionados con las críticas que se dirigen al autor o a la obra. Otra causa es el cansancio de invertir tiempo y tiempo sin una recompensa. Después de todo esto, se rinden y deciden con rabia, algunas veces con tristeza, olvidarse de esa amante desagradecida, de ese amo torturador.

Hay también quienes escapan: aquellos orgullosos, que después de escribir algo muy bueno se sienten incapaces de mejorarlo; cometen un gesto suicida, se esconden y continúan escribiendo en silencio para sí. Creo que estos son los más renuentes a morir, y nunca, nunca dejarán el oficio.

Existen también las muertes accidentales dadas por causas físicas. Es el caso de los escritores que padecen enfermedades psiquiátricas, ellos ni se dan cuenta de que las letras se les van, la lucidez los abandona, padecen demencias avanzadas como esquizofrenia o Alzheimer.

Y no olvidemos a los que no fueron ni serán…  Los que se gestan como escritores, pero nunca llegan a su parto, los abortos literarios. Usan las letras como terapia durante su adolescencia y juegan a ser poetas, —ya frágiles de por sí—. Llega la madurez y la resolución de su conflicto con la vida y la muerte; se curan de tanto romanticismo y dejan de escribir, y a veces hasta de leer.



Es posible la muerte literaria, ¡claro que sí!

Para algunos es una muerte anhelada. Buscan el descanso que no los alcanza y dicen que se van, pero son incapaces de quedarse mudos y vuelven a hablar de la peor manera… publicando. Así hacen evidente su falta de voluntad.

A mí no me importa que las palabras me hayan usado, aunque no sea una escritora ni famosa ni declarada, siempre supe que fui su instrumento. Sola o acompañada siempre terminaba mis noches de juventud igual: alejada del mundo con ellas como única compañía.  El dolor, sobrevalorado en esos años, se disolvió, y entonces ellas, resentidas, se le escapaban a la calma de la nueva realidad. Me enojé, tuve una fuerte pelea y escapé.  Como habían sido mi oxígeno por tanto tiempo, me enfermé y empecé a hacer apneas. 

La hipoxia me duró unos cinco años, fue larga, un poco angustiante, pero al final uno se acostumbra a la muerte. Durante ese tiempo desvié los sentimientos, pulí la lógica, olvidé los conceptos de hacer una oración coherente y pasé por un filtro las palabras, para quedarme solo con los hechos del diario vivir. En pocas palabras, me ahogué.

Descubrí que a pesar de que uno se resista a escribir, las palabras se siguen amontonando para irritarlo, hasta un punto tal que evitar ponerlas en un papel puede enfermarte y entonces uno deja todo. Se quita los disfraces, por ejemplo, una bata blanca, y se queda pegado a un computador esperando simple y llanamente a que la pareja lo mantenga.

Muchos aspirantes a escritores se engañan. sienten que son libres porque no estudiaron literatura y no se dan cuenta de que igual son títeres, que todo lo que se aprende es para las letras, alimento. Finalmente, si estás en el camino de la literatura, terminas siendo un prisionero y cuando por cualquier motivo se quiere escapar, las palabras, escritas o no, van y te capturan.  Empiezan por desmembrarte, te exprimen del pasado el dolor, los amores, los desamores; te quitan el anarquismo y las ideas políticas; revuelcan tus vivencias, las combinan con fantasías y miedos, y se cobran cada minuto que las ignoraste. Lo peor de todo es que a veces termina siendo un mal cuento. «Lo importante ahora es salir del estado catatónico. No importa que la salida no sea elegante.», decía Mario Levrero en El discurso vacío.

Si el escritor se siente cansado, tal vez, algún día las letras le permitan un receso sin que sienta cargo de conciencia por no ponerlas en un papel. Pero, eso será tan solo por una corta temporada; si piensa en el abandono definitivo que se atenga… porque regresarán y se llevarán toda voluntad de jubilación, de deserción; se llevarán las ganas de muerte, ellas pocas veces permiten el suicidio. 


Ángela María Ramírez Gil

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