La corrección editorial en los tiempos de la anarquía gramatical
Por Juan Andrés Alzate Peláez*
No existe un «gobierno gramatical» como para pensar en una posible anarquía contra este. De entrada parece que estoy suponiendo un despropósito. Es cierto que en el imaginario popular existe la idea de que los académicos de la lengua «inventan» las reglas de la prosodia y la ortografía, ya que los demás hablantes no «limpian, ni fijan, ni dan esplendor» al idioma. Pero esto es un error de apreciación. Y no es de la rebelión contra el quehacer de los académicos de la lengua a la que me refiero con la expresión «anarquía» gramatical. ¿Qué es, entonces, la anarquía gramatical? Digamos que es la hija de la corrección que no corrige —la política—, es el «laissez faire, laissez passer» de la sintaxis, de la ortografía y, peor aún, de la argumentación.
Los que somos editores y además profesores, sabemos que eso de escribir bien es algo que pocos hacen con natural facilidad. Ningún buen escritor nació escribiendo bien. Con seguridad primero aprendió a hablar bien, pero escribir bien es algo que no le vino por natural devenir. Esa actividad requiere del dominio de más de un artificio. Sólo quien ha vivido en un mundo pequeño, donde pocas e imprecisas palabras bastan para referir hechos exiguos, se conforma con el execrable «lo que importa es que se entiende», creyendo que sus afirmaciones vagas son comprensibles. Ya lo he dicho en otro lado —más en son de burla, claro está—: lo que exige ser interpretado o está mal dicho, o es malintencionado. El que escribe bien, por su parte, sabe que en el acto comunicativo no todo vale, a menos que sea de los que hacen escritura automática y demás fantasías y cabriolas lingüística, que hasta de corrección ortográfica igualmente pueden requerir.
A mí personalmente me preocupa más el desconocimiento de la sintaxis que el de la ortografía. Como profesor sé que ese es el problema de los estudiantes que «no saben escribir». Sintaxis es orden. Aristóteles nos enseñó que dar orden es dar forma. Quien no da forma a sus ideas no tiene cómo darse a entender. He ahí el intríngulis de la pobreza gramatical de los escribientes (que no escritores) de hoy.
Basta abrir al azar cualquier red social para encontrar en menos de tres líneas la primera falta ortográfica, ausencia de acentos y de signos de puntuación que obligan las más de las veces a releer lo visto para interpretar lo que quiere decir. No miento. Acabo de hacer el experimento en Facebook mientras escribo estas líneas y miren lo que me encuentro, justo en el primer mensaje que leo (ver figura 1).
Aparte de la dudosa calidad literaria de la canción citada, encontramos a primera vista omisiones como las de los acentos (no es lo mismo ni fonética ni semánticamente el tú pronominal del tu posesivo, por ejemplo), los signos de puntuación y las obligadas comillas, las mayúsculas, la adición innecesaria de una ese después de la cifra del año, a la manera del genitivo inglés… podría seguir quejándome, pero con esto basta para el ejemplo.
Figura 1. Ejemplo encontrado en la red social Facebook.
Las muestras podrían seguirse extendiendo ad infinitum. Lo que quiero exponer con esta elección azarosa es que hay un respaldo estadístico para el fenómeno de decadencia ortográfica que refiero. En este caso particular creerá uno que no peligra mayormente el sentido, pues se trata de un texto simple, pero no. El cuarto verso («una canción de los Rolling Stones») puede ser tanto frase subordinada del primer verso («tú te imaginas») como del tercero («tocando [en] la guitarra»). Ya que no hay puntuación, se deja la interpretación a la navaja de Ockham para reconstruir el contexto —la explicación más simple probablemente es la verdadera—. Algo parecido pasa con el primer verso de la segunda estrofa, que puede ser subordinante de las que siguen o ser una frase independiente, pero la ambigüedad también está, para el caso, en la misma redacción y no solo en la puntuación.
¿A dónde quiero llegar con esto? Es un hecho que la comunicación escrita domina nuestra vida como nunca antes lo hizo. Hoy, con seguridad, la gente escribe más que en otros tiempos, mas no por ello lo hace mejor. Y ese acostumbrarse a escribir como bien le parezca a cada uno está teniendo efectos en la escritura profesional o semi-profesional.
Que en Latinoamérica —se dice— el hecho de que escribamos peor que en España pueda deberse a nuestros malos sistemas educativos es muy probable; pero ni le podemos echar toda la culpa a la escuela ni podemos pensar que en la Madre Patria se salvan del mismo mal. Por mis manos y ojos también pasan textos de autores españoles en los que de vez en cuando se advierten solecismos u omisiones (que para ser honestos, son quienes menos hay que corregir en los sentidos que nos atañen: el ortográfico, el semántico y el sintáctico, pero igual hay que corregirlos). Para que se hagan una idea, en los trece años que tiene Revista Cronopio hemos publicado poco más de 3000 artículos, todos los cuales han pasado por revisión. Doy fe de que en todo este tiempo sólo han pasado completos, sin tenerles que corregir una sola coma, a lo sumo ocho artículos. Todos los demás tienen algo que arreglar. Fallar en la escritura, por cuestiones mecanográficas o gramaticales es algo que a todos nos pasa (con seguridad mientras lea esta ponencia, encontraré las erratas que no vi al escribirla y sentiré el oprobio de mi neurosis acusándome). Puesto que errare humanum est, se necesitan personas con habilidades y conocimientos muy específicos para desfacer aquellos entuertos, detectando las erratas que pueden costarle el buen nombre al periodista, al académico, al escritor, al poeta o al político.
Digo habilidades y conocimientos muy específicos porque, como ya he señalado, escribir no es una actividad natural, ni intuitiva, como lo es respirar. Los seres humanos llevamos escasos cinco mil años en esa actividad, de modo que escribir es algo que aún estamos inventando.
Yo mismo con frecuencia encuentro errores en mis escritos, pues los hombres tenemos la virtud de no ver nuestras faltas en lo que recién escribimos o decimos. Con seguridad los correctores editoriales que estén aquí presentes, como yo, tendrán por hobbie cazar gazapos en cuanto libro o anuncio leen. Y es que los hay por montones —los gazapos, digo—. No sé a cuántos los afecta en el alma que exista la imprecisión, que los hay, pero el asunto no es de deshacerse en llanto por la ignorancia o el descuido de los otros. Yo prefiero tomarlo con actitud de pedagogo, que al fin y al cabo es mi otra vocación. No se crea que estoy haciendo una apología de los caza gazapos, todo lo contrario. No hay especie más molesta en la fauna académica que los que descalifican el fondo por la forma. Justo en mi biblioteca tengo uno de esos manuales (CASAS Z., Eduardo. (1977). Cazando gazapos por los fueros del idioma. Medellín. s.p.i.) que irónicamente está repleto de erratas (y no me refiero a los gazapos que cita), con lo que el autor queda más como un neurótico que como un académico. Así que, oíd mi consejo correctores: en la Ilíada de la corrección editorial sed diligentes y nobles como Patroclo y no soberbios y precipitados como Héctor, no sea que por culpa vuestra los mejores libros no lleguen a escribirse.
Cada editor tiene su estilo de trabajo. Yo, cuando hago corrección de libros o de trabajos académicos prefiero hacerlo junto con el autor. En el caso de la revista, la dinámica no nos permite hacer eso. Pero, en cualquier caso, ser editor requiere de habilidades como la lectura comprensiva, la capacidad de síntesis y de lectura deliberada —i.e. no mecánica—. Huelga decir que el corrector tiene que poseer un dominio alto o superior de la ortografía, la fonética y la sintaxis, por no decir que también de la prosodia y la semántica. Asimismo, aunque no ya en un grado obligatorio, todo corrector (y todo escritor) debe saber de retórica, de teoría de la argumentación y algo de latín y griego. Esto último lo digo por experiencia propia como aprendiz y como profesor: el conocimiento de las lenguas clásicas estructura y unifica mucho mejor la introyección de la gramática y de la ortografía.
Con esto queda más que claro que no cualquiera puede ser corrector de editorial. El hecho es que este es un trabajo necesario e irreemplazable (todos sabemos que los correctores automáticos de ortografía en los computadores sólo le sirven al que ya tiene buena ortografía; el que no lo haya notado ya sabe por qué es).
Muchas veces el corrector editorial es tanto corrector gramatical como corrector de estilo, e incluso verificador de validez de información. No todas las empresas editoriales se pueden dar el privilegio de tener diferentes correctores, por lo que la preparación, para los que trabajamos en proyectos independientes, debería ser muy buena. Casi puede decirse que el corrector ideal debe, además, ser escritor, poeta y ensayista; pues aunque no hay que ser pastelero para saber si un pastel está bueno, tener la experiencia del proceso creativo añade un valor extra a la estructuración y corrección de lo que se somete a revisión —esto especialmente cuando hay retroalimentación con el autor—.
Corregir es enderezar. En últimas ¿qué endereza el corrector editorial? ¿las maneras, la forma, la materia? Un «texto correcto» es el que se corresponde con el idioma y los usos del contexto al que está destinado. El corrector debe asegurarse que todo encaje en ese orden. De allí que no sea un absurdo corregirle, por ejemplo, la puntuación a la poesía, por más que algunos de esos nuevos «ingenieros de la palabra» crean que no ha menester. Es dudoso el trabajo del que se proclama artista de la palabra si no sabe para qué es el régimen de un verbo o qué es una sinécdoque.
Como ya dije, el origen de la mala escritura actual no es exclusivo de la escuela, sino de la popularización de tecnologías que facilitan la publicación sin filtros previos y sin impunidad. Quizá la gente siempre ha escrito mal, sólo que ahora lo pueden hacer públicamente. En este sentido ¿cuál o cómo debe ser la labor del corrector editorial a futuro? El corrector editorial no puede decidir por dónde va el idioma, pero sí puede mostrar cómo puede ir para ser claro dentro de sus propias (y a veces cambiantes) reglas. El compromiso del corrector debe ser, ante todo, con el sentido no con la corrección por la corrección —tenga el apellido que tenga—.
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El presente texto es una adaptación de la ponencia presentada en mayo de 2017 en el Encuentro Iberoamericano de Editores EDITA 2017, realizado en el municipio de Sabaneta, Antioquia.
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* Juan Andrés Alzate Peláez es corrector editorial, licenciado en filosofía y docente. Es cofundador y editor de la revista cultural Revista Cronopio, así como corrector de la editorial Libros para Pensar.
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