Las bambalinas del escritor
Por Abelardo Castillo
No hay escritor que en los días inmodestos de sus primeros versos no imagine la edición de sus obras completas, vasta colección en papel biblia que lo salvará de la muerte y el olvido. También suele prever su biografía, poblada de mujeres, escándalos, críticos estúpidos y anécdotas wildeanas. Uno tiene veinte años y no lo desanima el hecho de que, para que sucedan estas cosas, deba todavía vivir, escribir, y sobre todo morirse. Cuando se llega a mi edad, ciertas fantasías empiezan a materializarse, pero resultan muy inferiores a su original platónico.
Un autor que ha publicado tres novelas, algunas obras de teatro, unos cincuenta cuentos, un centenar de notas y pequeños ensayos, debería poder referirse a su oficio sin parecer apresurado o megalómano, pero exactamente en este punto empieza mi problema: hoy tengo tan pocas certezas sobre la literatura como cuando era adolescente. No sé nada acerca de qué es, ni por qué se hace, ni cómo se hace un poema, una novela o una obra de teatro. Cuando quiero impresionarme a mí mismo, simulo poseer una teoría sobre el cuento. Es la misma que inventó Poe, que repitieron Quiroga y Maupassant, que puso en práctica Chéjov. Una especie de decálogo personal, que puede enunciarse así:
– Si usted imagina que doscientas páginas son un trabajo literario más serio que diez, nunca escribirá un buen cuento, ni siquiera uno malo, quizá tampoco una novela.
– Si empieza a escribir sin saber adónde va, tal vez tenga suerte y consiga vender eso como literatura de vanguardia; si sabe adónde va, el día menos pensado escribirá un cuento.
– Si ve que un señor se cae en la calle y se pregunta qué hará cuando se levante, puede que usted sea novelista o incluso filósofo; un cuentista sólo piensa: ¿por qué se cayó?
– Si cree que el célebre texto de Monterroso sobre el dinosaurio es un cuento, usted debe leer la crítica a Nathaniel Hawthorne, de Poe, o, en su defecto, la Filosofía de la composición, en lo referido a la brevedad indebida; y si en vez de dinosaurio su memoria se empecina en leer: “Cuando se despertó, el unicornio todavía estaba allí”, usted habrá mejorado mucho la imagen de Monterroso y, aunque nunca escriba un cuento, tal vez tenga condiciones para el haikú.
– Si tiene tendencia a escribir cristal, en vez de vidrio; rostro, en vez de cara; ascender, en vez de subir; o utiliza ex presiones como ¡bingo!, pantaletas, carrusel, dése una vueltita por el mundo real.
– Una palabra innecesaria puede estropear un buen cuento; una página innecesaria estropea a un buen lector.
– Si un cuento ajeno le gusta mucho, escríbalo otra vez usted mismo: existen ejemplos ilustres.
Si, por último, ha reparado en que el anterior decálogo sólo tiene ocho o nueve preceptos, dedíquese con entusiasmo a la crítica literaria.
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