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miércoles, 29 de junio de 2022

El celular de Hansel y Gretel: Hernán Casciari

Un fantástico texto de Hernán Casciari.  Para reflexionar y reir. (tomado del El blog de los lagartijos)


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El celular de Hansel y Gretel.  
Hernan Casciari

Anoche le contaba a mi hijita Nina un cuento infantil muy famoso, el de Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. 
 
En el momento más tenebroso de la aventura, los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa.

Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer.


Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: 'No importa. Que llamen al papá por el celular'.

Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa resultaría la literatura -toda ella, en general- si el teléfono móvil hubiera existido siempre, como cree mi hija de cuatro años. Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis más célebres de las grandes historias de ficción.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth, El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.

Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo, con introducción, con nudo y con desenlace.

¿Ya está?

Muy bien. Ahora ponga un celular en el bolsillo del protagonista. No un viejo aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y chat, con saldo para enviar mensajes de texto y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.

¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto? ¿Verdad que no funciona un carajo?

La Nina, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las viejas historias que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.

Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.
Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.
Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese spam.

Y Tom Sawyer no se pierde en el Mississippi, gracias al servicio de localización de personas de Telefónica.
Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo está yendo para allí.
Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que Pinocho no llegó por la mañana.

Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir gracias a la ausencia de telefonía móvil.

Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa. La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al despertar, se suicida de verdad. (Perdón por el espoiler).

Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de texto a Romeo en el capítulo seis:

M HGO LA MUERTA,
PERO NO STOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCES. BSO.

Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la promoción 'Banda ancha móvil' de Movistar.

Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre por otros más adecuados. La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría 'Cien años sin conexión': narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo nick (buendia23, a.buendia, aureliano@goodmornig) pero a nadie le funciona el Messenger.

La famosa novela de James M. Cain -'El cartero llama dos veces'- escrita en 1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría 'El gmail me duplica los correos entrantes' y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un forastero de malvivir.

Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura', la historia de dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece nunca o que se quedó sin saldo.

En la obra 'El .jpg de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo sobre 'quién es la mujer más bella del mundo', porque el coste por llamada del oráculo sería de 1,90 la conexión y 0,60 el minuto; se contentaría con preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.

También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas) fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.

Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.

Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa.

Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las migas de pan.

Nuestras tramas están perdiendo el brillo  -las escritas, las vividas, incluso las imaginadas- porque nos hemos convertido en héroes perezosos. 

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Hernán Casciari es un escritor y editor argentino. Conocido por su trabajo de unión entre literatura e internet. Creó la Editorial Orsai y dirige la revista Orsai, de crónica periodística y literatura.



miércoles, 11 de mayo de 2022

Decálogo arbitrario para aspirantes a escritores. Emilio Alberto Restrepo

 DECÁLOGO ARBITRARIO PARA ASPIRANTES A ESCRITORES


Por Emilio Alberto Restrepo*

A raíz de una conversación que sostuvimos, motivada por la publicación de la colección de decálogos y consejos de escritores que a manera de listas he venido guardando con los años y recopilada en mis blogs, algunos muchachos me lanzaron la inquietud: ¿Qué tan valiosos eran los famosos decálogos para escritores, hasta dónde servían, qué tan válido era apegarse a ellos como si se trataran, de unas «tablas de la ley»?

Estábamos con unos estudiantes en la Parada Literaria Juvenil que se realizó en Medellín, algunos eran de bachillerato, otros universitarios, y había alguno que otro veterano matando el tiempo mientras cumplía una cita. Pero el reto, al mismo tiempo conclusión, fue claro: cada cual debía regirse por sus propias normas, cada uno debía decantar su propio código, cada cual tenía que reinventarse a sí mismo; total, nadie iba a responder por uno.

Entonces nos pusimos el ejercicio de diseñar cada uno su propio «manual de instrucciones», su propia lista y para efectos metodológicos, se sugerían 10 puntos, para asuntos de orden y concisión. Acá cumplo con mi tarea. Trato de creer en esos principios, no sé si dentro de unos días piense lo mismo, pero ahí vamos.

1. Mira el mundo, escúchalo, huélelo: en todo lo que pasa alrededor, hay una historia potencial gritando por ser descubierta, contada o tergiversada. Si quieres ser escritor, no pierdas ninguna oportunidad. Si no la ves, invéntala, de todas formas allí está.

2. Toma apuntes, la memoria es frágil. Para hacerlo, carga una libreta, una agenda, una grabadora de periodista. Si no lo haces, más de la mitad de las cosas que hoy te llaman la atención, mañana se volverán polvo de olvido. Si lo haces, siempre podrás volver sobre el apunte y tarde o temprano te servirá para elaborar un texto, para cubrir un espacio, para resolver una situación o para tomar una pequeña venganza.

3. Escribe, escribe, escribe. Lo que sea; ojalá con método e intención, pero si no, con intuición y anarquía. Muchas veces de estos últimos intentos, al escarbar se encuentra un diamante dentro de la basura.

4. Durante las épocas de sequía creativa, los mejores recursos para escamparse son: el cine, ver todas las películas posibles, sobre todo las clásicas, basadas en guiones poderosos llenos de historias vigorosas e imaginativas sin sobrecarga de efectos especiales; leer y leer, tratando de entender las costuras con que los maestros hicieron obras memorables y los no tan brillantes desaprovecharon buenas ideas; vivir, amar, pensar, hacer ejercicio y no auto-compadecerse, lamentándose de estar viviendo el cacareado «síndrome de la página en blanco».

5. No tengas miedos ni temores: puedes ser fiel retratista de la realidad, o combinar la ficción con sucesos reales, o inventarte una situación alternativa jugando un poco a ser un dios imperfecto. Es una cuestión de gustos personales. En literatura, más que en otras áreas, es cierto aquello de «piensa mal y acertarás». No le tengas miedo a la mentira, a la distorsión, al chisme, al mal pensamiento, a la calumnia… Siempre un nombre podrá ser cambiado, siempre podrás jurar en falso, siempre te podrás retractar o no, siempre podrás pedir disculpas. Lo importante es escribir. El infierno se encargará del resto.



6. Corrige, corrige, corrige. En caliente o en frío. Castiga los adjetivos, los adverbios y los adornos innecesarios o excesivos. Usa el buscador del computador para las palabras repetidas muchas veces. Pisa con cuidado la delgada línea de la gramática y la ortografía, que castigan con rigor los textos, a pesar de su calidad literaria.

7. Si puedes, busca un buen Taller de Escritores. Los genios silvestres que nacen y se hacen por generación espontánea son muy escasos, unas pocas decenas por siglo. Lo importante en ellos es el profesor, alguien con experiencia que genere confianza en el alumno y le refuerce la técnica para superar las debilidades, estimulando las virtudes individuales de cada uno. Hay que ir con la mente abierta y la autoestima en su punto, pues en los buenos talleres, son más las críticas que los halagos, las reprimendas que los aplausos, las deserciones que la continuidad. Sólo los obstinados, que casi siempre son los que persisten y van haciendo obra, sobreviven a las tormentas —y tormentos— del ego.

8. Detecta los concursos honestos y que se adapten a tu obra. No escribas para ellos, pero si puedes, participa con intenciones de ganar. Si no ganas, te debes blindar para que no importe y de todas formas seguir escribiendo. Son más los que se pierden, siempre saldrán nuevas convocatorias y nadie ha podido entender lo que pasa por la cabeza de los jurados. Es un completo azar, y ganar puede servir, pero perder no descalifica ni debe acabar con la motivación de un escritor. Si ganas, hay publicación, dinero y reconocimiento. Un premio te puede resucitar la obra anterior y generar un nuevo interés en potenciales lectores y editores.

9. Las ideas no son de nadie, el conocimiento es universal, la cultura está globalizada. Pero cuidado, el plagio es un pecado, mortal e inadmisible. Todo es susceptible de servir de inspiración, una buena canción, una mala película, una historia coja, un poema memorable. Todo admite continuaciones, variantes, segundas miradas, terceras opiniones, otras perspectivas. En literatura no hay cadáveres definitivos ni hornos crematorios que destruyan los rastros. Todo es cuestión de respeto, lenguaje y perspectiva. Lo importante es el estilo, el sello personal, ese aire individual que hace la diferencia.

10. No te creas el cuento de la fama, que es evanescente y pasajera, pero tiene el peligro de ser adictiva y enceguecedora. No niegues un consejo a tiempo a quien lo necesita y te mira con ansiedad; no eludas ni pospongas una buena conversación y aunque pienses que te están succionando tus trucos, considéralo un halago. No te marees con el éxito ni con el fracaso. Los libros están ahí, alguien los valora y otros los desprecian, pero a la mayoría les son indiferentes. Comparte con generosidad tus memorias, tus archivos, tus colecciones, incluso a los que han sido mezquinos contigo. Así estás sembrando un camino de recompensas, de ideas. O de rechazo y traición, tampoco importa mucho. En el fondo se trata de vivir, de sentir. El resto vale menos. Y recuerda que al final todos vamos a terminar en poder de los gusanos.

CODA. Recomendación final: Lee todos los decálogos, escucha y repasa todos los consejos, reflexiona sobre lo que han dicho otros más viejos o más sabios o más exitosos. Por lo menos te divertirás haciéndolo, aunque no cuentes con volverte un portento genial por hacerlo. Pero no creas en todo lo que dicen, no hay fórmulas mágicas. Cada uno se rasca su propio trasero como puede. Al final, eres el único que responde, nadie te va a dar la mano si no funciona. Con decálogo o sin él, ten en cuenta que los libros se defienden o se hunden solos, el tiempo no perdona y una moda siempre desplaza a otra.


* * *

El presente texto hace parte del libro «20 escritores colombianos nos revelan sus secretos de creación», publicado por Editorial libros para pensar, en diciembre de 2020. www.librosparapensar.com Correo-e: edicion@librosparapensar.com

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* Emilio Alberto Restrepo. Médico, especialista en Gineco-obstetricia y en Laparoscopia Ginecológica (Universidad Pontificia Bolivariana, Universidad de Antioquia, CES, Respectivamente). Profesor, conferencista de su especialidad. Autor de cerca de 20 artículos médicos. Ha sido colaborador de los periódicos la hoja, cambio, el mundo, y Momento Médico, Universo Centro. Tiene publicados los libros «textos para pervertir a la juventud», ganador de un concurso de poesía en la Universidad de Antioquia (dos ediciones) y la novela «Los círculos perpetuos», finalista en el concurso de novela breve «Álvaro Cepeda Samudio» (cuatro ediciones). Ganador de la III convocatoria de proyectos culturales del Municipio de Medellín con la novela «El pabellón de la mandrágora», (2 ediciones). Actualmente circulan sus novelas «La milonga del bandido» y «Qué me queda de ti sino el olvido», 2da edición, ganadora del concurso de novela talentos ciudad de Envigado, 2008. Actualmente circula su novela «Crónica de un proceso» publicada por la Universidad CES. En 2012, ediciones b publicó un libro con 2 novelas cortas de género negro: «Después de Isabel, el infierno» y «¿Alguien ha visto el entierro de un chino?» En 2013 publicó «De cómo les creció el cuello a las jirafas». Este libro fue seleccionado por Uranito Ediciones de Argentina para su publicación, en una convocatoria internacional que pretendía lanzar textos novedosos en la colección «Pequeños Lectores», dirigido a un público infantil. Fue distribuido en toda América Latina. Ganador en 2016 de las becas de presupuesto participativo del Municipio de Medellín, con su colección de cuentos Gamberros S.A. que recoge una colección de historias de pícaros, pillos y malevos. Con la Editorial UPB ha publicado desde 2015 4 novelas de su personaje, el detective Joaquín Tornado. En 2018 publicó su novela «Y nos robaron la clínica», con Sílaba editores.

Blogs: www.emiliorestrepo.blogspot.comwww.decalogosliterarios.blogspot.com

Serie de YouTube Consejos a un joven colega.

Cuentos Leídos por el autor: https://emiliorestrepo.blogspot.com/2015/06/cuentos-leidos.html

Twitter: @emilioarestrepo

miércoles, 23 de marzo de 2022

Brevemar. Lina Marcela Cardona García

Comparto una reseña publicada en el Blog de los lagartijos.

Hace poco recibí un regalo maravilloso: Un libro de una amiga, que publicaba su primera obra. 

Apenas leí las primeras páginas, no pude soltarlo, y he vuelto a él varias veces porque sencillamente es un libro excepcional. En sus páginas habla de su infancia, su familia, el amor hacia sus padres y el que recibió de ellos, sus recuerdos, sus amores pasados, su vida, la muerte de su padre... Es un libro muy íntimo y muy bello que quiero compartirles. 


Con el permiso de su autora les traigo este bello texto


Los remedios

Lina Marcela Cardona García

Mi mamá sabía más que los médicos. Cuantos consejos escuchaba de sus amigas o vecinas fueron experimentados en nosotros, los niños. Y eso que para ese tiempo, por fortuna, no existían las redes sociales ni la mensajería instantánea, por donde se propagan las noticias sobre curas inmediatas. Como éramos flacos y paliduchos, y las mamás prefieren a los que son gordos y con las mejillas rosadas, la nuestra dedicó parte de su vida a tratar de aliviarnos y mejorarnos. Yo no era precisamente una muñeca de catálogo: pelo escaso, y con unas uñas que parecían de papel, por lo que entiendo que ella instalara su esperanza en que me compusiera un poco, en que mi hermano también se compusiera.

Se inventaba razones para llevarnos a citas periódicas en el Seguro Social. Llegaba con una lista de dolencias de cada uno, pretendiendo mostrarnos enfermos y casi moribundos a los ojos de los doctores. “Hay que contar todo, todo, en las citas”, aconsejaba. Casi que dirigía la consulta, los galenos asentían sin tiempo de pensar ante semejante ráfaga. Gracias a su obstinación, terminábamos medicados con vitaminas e inyecciones.

Recuerdo el olor de las pastillas de complejo B, que se volvió propio del cajón. Mi mamá decía que servían para estimular el crecimiento del pelo y las uñas. Y apoyaba la medicación con recetas caseras. Tengo un recuerdo, de los iniciales, de una escena de resistencia, cuando ella trataba de aplicarme un ungüento, del que luego supe que era a base de guayaba agria, para aliviar mi primer dolor, el de las llagas.

Después fue el chocolate de ojo, que nos observaban mientras saboreábamos la canela que disfrazaba el gusto a carne. El hígado crudo licuado con moras, para la anemia y para ganar más sangre. Vapores de sauco y eucalipto para la gripa y las enfermedades respiratorias; con una toalla sobre la cabeza para aprovechar bastante el vaho que salía de la ponchera, pero con la precaución de no exponernos al sereno porque nos torceríamos. Jugo de guineo y gelatina sin sabor para la gastritis y el dolor de estómago. Límpido para curar los herpes de la boca. Tan oftalmóloga como era, nos hacía comer zanahoria a diario y en varias preparaciones para ver mejor y, además, frotarnos los ojos con alguna semilla o un huevo caliente para desaparecer un orzuelo.

Entre las prescripciones memorables se encuentran el remedio para engrosar las piernas y el que combatía la falta de hierro. Mi más grande complejo de niña era tenerlas flacas, defecto por el que me gané varios apodos. Pero a mi mamá le dijeron que echarse aceite de pata de res para engrosarlas, que era bendito. Y así, cada noche, me acostaba brillante y con ese olor como a caldo.

Y ¿qué más pertinente que el extracto de herradura para incrementar los niveles de ferritina? Sí, así fue: un agua sin sabor, procedente de un herraje rehervido sería la cura de la anemia que ella suponía evidenciábamos. Rendida por los no resultados, que debían traducirse en tener mejor color, terminó colgando la herradura tras la puerta como amuleto para espantar las malas energías. Siquiera gracias a la defensa de mi papá no llegamos a la boñiga con leche, que le recomendaron para que desarrolláramos defensas.

Ella también era experta en las recomendaciones de reposo y cuidado de enfermedades. Cuando tuve varicela, por ejemplo, me hacía acostarme cubierta de pies a cabeza, para no contagiar a nadie durante la noche. Y cuando sufrí de hepatitis, a mi color amarillo y al encierro, se les sumaron las advertencias. “Si caminas muy rápido, o corres, o te comes algo que tenga grasa, se te va a explotar el hígado”. Por días esperé la gran explosión, como de las caricaturas, pues hurté de la nevera una galleta rellena de chocolate que comí sin pensar en mi muerte.

Y así, una lista larga que evidencia la trayectoria médica y de prescripción de mi madre. Muchas de las recetas las fui olvidando. Aunque si se las pregunto, recibo la explicación de las bondades y las dosis requeridas.

Cuando hablaba de estos remedios y mezclas, mis amigos lloraban de la risa y me consideraban una sobreviviente, más de mi madre que de mis dolencias infantiles. Pero nosotros éramos los pacientes que creíamos ciegamente en ella y en su amor cuidador.

Adulta, en un hospital, esperando noticias sobre una cirugía compleja de mi mamá, era inminente pensar que cuando el origen de uno se enferma, el mundo, como lo conocíamos, tendría que ser diferente: ¿Quién nos cuidaría? Me gustaría haber tenido tantas ocurrencias como ella, y haber estado segura de que llegaría el alivio. Pero yo ya estaba en otros dolores, sobre todo los que producía el miedo a la orfandad y a perder ese amor, para los cuales los remedios con seguridad nunca serán suficientes.

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Lina Marcela Cardona García. 
Medellin, 1978. 

Contadora pública de la Universidad de Antioquia, con
especialización en Alta Gerencia de la Universidad de Medellín. Cursó la maestría en Hermenéutica literaria (2016) y el diplomado en edicion de textos (2020) en la Universidad EAFIT.  Actualmente se desempeña como líder de riesgos y controles en una multinacional.  Ha participado en talleres de escritura creativa y cursos literarios como la Escuela de Escritores de Madrid, (2020), Asmedas (desde 2019) con el escritor Luis Fernando Macías, y "Viajeros" con el escritor Pablo Montoya (2021). Hizo parte de la investigación histórica "100 empresarios, 100 historiasde vida: Francisco Luis Jiménez" de la Cámara de Comercio de Medellin.   
Brevemar es su primer libro de relatos y crónicas. 

Lina Marcela Cardona con el profesor 
Luis Fernando Macías,  autor del prólogo


Brevemar,  proyecto ganador en la sexta convocatoria de Fomento y Estímulos para el Arte y la cultura 2021, de la Secretaría de Cultura de Medellín.  

Editorial Otrabalsa - Crónica
ISBN 978-958-49-4445-0
Prólogo de Luis Fernando Macías
Ilustraciones Interiores:  Male Correa. 

miércoles, 16 de marzo de 2022

En "La Soledad" cuento de Laura María Arango

               En "La Soledad”


Era de noche, una de esas veraniegas con suave brisa, que permitía usar sin necesidad de chaquetas ni otros atavíos, un vestido corto y tacones altos. Llegaría de sorpresa a celebrar el cumpleaños de Juan, el chico con el que había estado saliendo las últimas semanas y con el que, aunque no tenía un título de novia, ya me había imaginado en innumerables ocasiones viviendo un futuro juntos.

Uno de sus amigos me había dado el punto de encuentro, un bar nuevo de electro tango en el centro de la ciudad. El sitio se llamaba La Soledad y hacía parte de todas las carátulas de prensa rosa del momento; las fotos en redes sociales dejaban ver un lugar despampanante, con un aspecto retro y sofisticado. Tomé un taxi.

– Buenas noches señorita – saludó el taxista – cuénteme, ¿a donde desea que la lleve?.

– ­­Vamos por favor a La Soledad.

– ¿Sabe usted qué es lo que tiene ese lugar para que todos quieran ir?, esta es la segunda carrera que hago hacia esa dirección esta noche.

– No lo tengo muy claro, es el lugar de moda; usted sabe que aquí somos esnobistas y hasta que cada habitante no haya ido, el desfile de gente no va a parar– dije mientras miraba sus ojos en el retrovisor.

– Sabe, a mi la verdad me da un poco de miedo. Se supone que a los adultos nada nos debe asustar, pero antes, cuando yo era niño, de hecho vivía en ese barrio. Me acuerdo que eso era una casona vieja que le perteneció a un músico y hay muchas historias feas de lo que pasó allí.

La curiosidad era mi mejor amiga, y dado que vivía en el sur, tenía tiempo de escuchar la historia del taxista, además, no podía usar mi teléfono para distraerme, la batería estaba a punto de acabarse y debía esperar a llegar,  para recargarla en un tomacorriente.

– ¿Me quiere contar?– le pregunté.

– Si usted quiere. A mucha gente no le gusta que uno le hable tanto, cuando los está llevando.

– Fresco que a mi si, además, con el taco que suele haber a esta hora, me termina entreteniendo.

– Siendo así, pues empecemos… Imagínese que esa casa le pertenecía a una familia muy poderosa. El dueño era un cantante de tangos, un argentino que había llegado aquí cuando era un adolescente, y había crecido ahí con sus padres, solo, sin hermanos. Según la historia era un muchacho talentoso en canto, pero infeliz. Su padre, hombre de negocios, estaba de viaje la mayoría del tiempo y su madre, se embriagaba, tocaba el bandoneón y llevaba a toda clase de hombres para curar su soledad. Así, que el joven al crecer fue desarrollando una personalidad callada y solitaria, aprendió a tocar el instrumento de su madre y a odiar a sus acompañantes habituales. De hecho, se dice que en una época se veía entrar a los amantes de la mujer, pero no se les veía salir. Los aires de tango flotaban desde la ventana del piso superior de la casa, siempre tristes y empezaban justo a las once menos seis. Más de una persona en el barrio estaba atenta a que los encorbatados salieran de allí, caminando, días después, o en bolsas negras, pero era como si se los tragara la tierra; se montaban guardias de vecinos para vigilarlos, se había pedido a la policía que revisara la propiedad y a sus habitantes, pero nada se pudo comprobar. Lo único que sí era claro para todos, era que el talento del joven había ido creciendo, a tal punto que firmó un contrato con una disquera, llenando de tango todos los rincones de esta ciudad. Con el tiempo, los viejos murieron y el hombre se casó con una hermosa bailarina. Dicen que él la volvió loca con sus celos y el encierro; la mujer atormentada corría y gritaba por las calles del barrio, decía que veía fantasmas. Terminó sus días internada en un sanatorio de un pueblo vecino. Una noche, a la hora acostumbrada, once menos seis, después del concierto más solemne que los vecinos hubiesen podido escuchar, el hombre se quitó la vida en la tercera planta de esa mansión. Dicen que siempre a esa hora, la música vuelve a sonar.

– ¡Que historia tan impresionante!, dígame algo, ¿usted alguna vez oyó esa música?

– Realmente no, antes de dormir, mi madre encendía la radio para que yo no escuchara nada y cuando por alguna razón, debía pasar por esa calle, me tapaba los oídos y pasaba corriendo para apaciguar mi corazón. La verdad, debo confesar que hace un rato, cuando deje al primer cliente, instintivamente subí el volumen de la música para no oír nada.

– ¡Yo ya no sé si voy a poder disfrutar la velada!– le dije.

–Disculpe señorita, no era mi intención asustarla.

–No se preocupe, fui yo quien le pedí que me contara.

Nos quedamos en silencio por un rato y luego sentí como subía la intensidad de la canción. 

– Llegamos, son dieciocho mil cien pesos. Espero que pase una buena noche.

–Muchas gracias –respondí– espero que usted también.

–Nuevamente disculpeme por asustarla–repitió. 

Le di una sonrisa por la ventana cuando me entregó el cambio y se fue.

El sitio estaba atiborrado de gente, aún en el exterior. En la entrada, una mujer con una lista de reservaciones controlaba el acceso; delante de ella, se extendía una larga fila de personas que esperaban poder alcanzar un turno. 

Me alejé para tener una visión completa del lugar. Era una casa antigua, de construcción republicana, tenía tres plantas como lo había descrito el conductor. Estaba recién remodelada, iluminada de forma indirecta por luces moradas y verdes que parpadeaban al compás de la música que sonaba en el interior. La reja negra daba paso a un antejardín amplio, con césped bien cuidado y una hilera de pinos marcaba el límite trasero de la propiedad, de sus ramas colgaban barbas de viejo que se mecían con el viento.

Me acerqué. Mi nombre estaba en el preciado registro que la mujer de la entrada tenía en sus manos, por lo que no tardé en ingresar. Un camino de piedras, con hortensias blancas y azules sembradas alrededor servían de guía hacia la edificación. En el patio externo había mesas; pequeñas lucecitas y banderines colgaban de finos postes generando un ambiente festivo. Pero mi grupo no estaba allí, el acomodador me indicó que me esperaban en el tercer piso. 

Un par de imponentes columnas, precedian a las grandes puertas con incrustaciones de vidrio que daban entrada a un ostentoso bar central. Las mesas estaban dispuestas alrededor de este, silletería de cuero, con muebles tipo chester, candelabros y otros objetos metálicos, cortinas rojas de piso a techo, hacían parte del cuadro que había sido enmarcado en abundante madera de roble oscuro. Se podía respirar la distinción. Sentía que me había transportado hasta algún hotel prestigioso en Londres. En el fondo una pista de baile y espacio para la banda, que por supuesto, tocaba tango electrónico. Más atrás, una escalera imperial permitía el ascenso. El segundo piso actuaba como un balcón, en el que se podía disfrutar de todo el movimiento de la planta baja, de la música y la coreografía que se tejía entre los meseros y los bar-tender durante su trabajo, habían butacos ubicados junto al barandal . En el fondo, un letrero de neón rojo advertía, “Suaviter in modo, fortiter in re”. Me pareció bastante curioso encontrar justo en un bar una de las consignas del derecho, pero seguí mi camino hacia el tercer nivel. 

Allí había sucedido una remodelación más drástica, porque entre lo que parecía haber correspondido a dos habitaciones, se había abierto una especie de terraza, con paredes de vidrio, que me hacía sentir en un invernadero. Era un espacio inconexo con los dos anteriores, con música diferente, sonaban tangos clásicos. Junto a la barra, un piano de cola. 


Vi una mano que se agitaba, era Juan, hacía señas para que lo viera desde donde me encontraba. Me dirigí a él, le di un abrazo fuerte con felicitación de cumpleaños y lo besé. Por un momento olvidé el suspenso con el que estaba recorriendo previamente el lugar. 

–Que bueno que estes aquí, se lo tenían bien guardado mis amigos. Ya te estaba extrañando. ¡Estas hermosa!

–Gracias, me vestí como una diosa solo para ti–le dije con una sonrisa pícara. 

–Oye, ¿qué te parece el bar?, está super genial. 

–Si, es muy lindo, debió costar mucha plata y mucho trabajo adaptarlo para que esté como está.

–Uhmmm...de eso estoy seguro, el mesero nos contó hace un rato, que esta casa llevaba mucho tiempo abandonada, y que el piano de fondo ya estaba aquí, debe tener como cien años. Más tarde hacen un show musical... –dijo extasiado. 

Saludé a los demás, tomamos licor, charlamos, me estaba divirtiendo mucho. 

–Debo ir al baño– dije mientras me ponía de pie.

–Vale, pero no tardes, el show comienza en quince minutos, según el mesero faltando exactamente seis minutos para las once. Que hora tan rara, ¿no?.

Se me pusieron los pelos de punta, el taxista vino a mi mente. Me apresuré a bajar las escaleras. Sin querer tropecé el brazo de un señor de traje oscuro que iba en sentido contrario al mío. Su mano estaba fría y con ella hizo un gesto tocando el ala de su sombrero a modo de disculpa. 

–Lo siento– dije en voz alta, pero no respondió. 

Retome mi camino y procuré no tardarme. Estaba muy intrigada. Al volver a mi puesto en la mesa, Juan me dio la mano. Ya había un hombre en el piano. Un reloj enorme con números romanos marcó la hora indicada, las luces se apagaron, un reflector enfatizó el instrumento musical centenario que había en la habitación. El silencio inundó la sala y podría decir que la temperatura también bajó. Apreté la mano de Juan. La melodía empezó, suave pero imponente y la voz de un cantante argentino, solemne pero pesarosa, llenó cada rincón... inundó las copas y estremeció a todas las almas presentes. Era simplemente magistral. Cinco minutos duró el tango, hubo un fuerte aplauso al final, todos los asistentes se pusieron de pie. Volvieron las luces, el hombre...dejó la sala. 

Me paré rápidamente para ir tras él. Seguí el rastro de su sombrero negro hasta el patio exterior, se alejó y en las sombras ya no lo pude ver más. Un susurro de varias voces resonó en mi oído: “Ya es tarde, ahora es a ti a quien no volverán a ver”.

Laura Maria Arango Restrepo

Marzo 22 , 2021

Publicado en libro "Eso es puro cuento" editorial Libros para pensar.


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Eso es... Puro cuento.

Antología. Volumen 1
Editorial Libros para pensar
ISBN: 978-958-49-2735-4
Paginas 120
Tamaño 14 x 21 cm
Encuadernación: Tapa blanda (rústico)


jueves, 10 de marzo de 2022

Taller de historias

Hace varios años un grupo de amigos, compañeros de un taller literario, nos reunimos por nuestra cuenta para compartir nuestros textos y perfeccionarlos. Con el tiempo fuimos fortaleciendo estas reuniones y avanzamos, como amigos, por el camino de la escritura creativa. A lo largo de los años hemos hecho algunas publicaciones. ¡Seguimos avanzando!  

También con el tiempo fueron llegando más amigos, buenos lectores y excelentes críticos que han enriquecido las reuniones con su amistad y sus buenas observaciones. 
  
Este blog es una forma de mostrar nuestros trabajos y compartir nuestras experiencias en el maravilloso viaje de las letras.