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miércoles, 21 de junio de 2023

El taller del poeta: Luis Fernando Macías

Esta semana les traigo un recomendado que no puede faltar en la biblioteca de aquellos que escriben poesía o que disfrutan de ella: EL TALLER DE POESÍA, del escritor colombiano Luis Fernando Macías. 

De sus primeras páginas extraigo un texto que nos explica la diferencia entre Poesía y Poema. Un texto que nos pone a reflexionar

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EL TALLER DEL POETA


Por Luis Fernando Macías


Si quisiéramos hacer una diferenciación entre poesía y poema, sería preciso entender que la poesía es el género y el poema la especie. La poesía se halla en todos los aspectos de la existencia que constituyen el mundo de la vida, en el que para expresar la totalidad que es, se presenta en tres planos: material, mental y espiritual. Allí la poesía es un destello de luz que aparece como manifestación de la belleza o como revelación de lo verdadero. El poema, en cambio, es un cúmulo de palabras, en prosa o en verso, en el que se hace patente la poesía como evocación, para que, en su lectura, nos llegue esa iluminación en la forma de un sentimiento, una sensación, una emoción, una dulce eufonía musical, una revelación del misterio o la suma de esos efectos o parte de ellos. Para decirlo en una forma sencilla, podríamos agregar que, en el poema, el poeta manifiesta el latido del mundo.

El poema como obra nace en el taller del poeta, que es su vida misma y su lugar de trabajo: un cuaderno para escribir a mano o un computador para digitalizar las palabras que lo van constituyendo; pero no es solo eso, en la composición de un poema podemos distinguir tres momentos esenciales: el primero es un largo período cuya duración nunca se sabe, porque puede abarcar la historia del mundo o del individuo que lo crea; a este período lo podemos llamar gestación. El segundo puede durar un solo instante, es como un rayo o un destello de luz, y podemos llamarlo concepción; es el momento en que algo detona la asociación de todo aquello que venía gestándose en el inconsciente del poeta y se produce la emanación, el flujo de imágenes o ideas que, al encontrar su expresión en palabras, habrán de constituir el poema. El tercero, por supuesto, es la ejecución, la escritura misma de los versos y su corrección.

Con esto estamos diciendo que el taller del poeta reúne todos los procesos y actividades que constituyen su vida. Jaime Jaramillo Escobar decía que nos corresponde a nosotros formar al poeta que somos, ya que los poemas se hacen solos, son la realización, la obra del poeta.

En ese orden, cabe consultar lo que los poetas han reflexionado y dicho sobre la escritura de la poesía.

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Luis Fernando Macías (Medellín, Colombia, 1957). Profesor de la Universidad de Antioquia. Ha publicado varias novelas, entre ellas: «Amada está lavando» (1979); «Del barrio las vecinas» (1987); «Los cantos de Isabel» (2000); «Memoria del pez» (La Habana, 2002; Bogotá 2017); «Cantar del retorno» (2003); «Todas las palabras reunidas consiguen el silencio» (2017), entre muchas otras. Además, los libros infantiles: «Valentina y el teléfono mostaza» (2018); «No es tan gallina porque adivina» (2018); «Adivine pues» (2020) y «Cuentos infantiles para libros álbum» (2020), entre otros. Ha publicado los siguientes libros de ensayo: «El juego como método para la enseñanza de la literatura a niños y jóvenes» (2003); «El taller de creación literaria, métodos, ejercicios y lecturas» (2007); «El cuento es el rey de los maestros» (2007), entre otros. Y los siguientes libros de cuentos: Los «relatos de La Milagrosa» (2000); «Los guardianes inocentes» (2003) y «Los animales del cielo» (2019).


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Pueden adquirir el libro en la página web de la Editorial libros para Pensar o haciendo clic en el enlace.




miércoles, 14 de junio de 2023

James Bond y la corrección política

Este artículo es extraído de la columna Patente de Corzo, del genial Arturo Perez-Reverte, a quien concedo todos los créditos: 


Bond, James Bond

Puestos a imaginar, imaginen que estás en casa dándole a la tecla, y llega la visita. Buenos días, caballero —ahora todos somos caballeros—, venimos a ver si le interesa escribir el guión de la nueva película de Bond, James Bond. Y le vamos a pagar una pasta. Así que, interesado en lo de la pasta, los haces pasar, les sirves un café y te sientas a discutir los términos del asunto. La verdad es que me apetece, dices, pues siempre me gustó mucho, tanto en las novelas como en las películas, ese toque de chulería masculina, marca de la casa y del personaje, que tan bien encarnaron Sean Connery —mi favorito— y Pierce Brosnan, incluso Daniel Craig en Casino Royale, pero que parece perderse en las más recientes películas. Porque en la última, con el oso de peluche y las lágrimas y tal, al amigo Bond se le ve un poquito moñas.

Es lo que dices, más o menos. Y en ese punto te mosquea que tus visitantes hayan cambiado una mirada de inquietud. Bueno —dice uno—, en realidad de lo que se trata es precisamente de eso. De adaptar a 007 a los tiempos que corren. Hacerlo más de ahora, más natural. Más trendy. Al escucharlo, desconcertado, alzas un dedo objetor. Disculpen, dices, pero lo natural es que Bond sea un asesino, un mujeriego y un hijo de puta con ático, piscina y balcones a la calle, como lo concibió su autor. Un tipo peligroso y duro, y eso es lo que en él buscan sus seguidores, entre los que me cuento desde hace sesenta años. ¿Me explico?

Temo haberme explicado demasiado bien, pues mis interlocutores se sobresaltan al unísono. Creo, apunta uno —son dos, paritarios, hombre y mujer—, que no capta el fondo de la cuestión. Se trata de desmontar a James Bond y hacerlo más asequible. ¿A quién?, pregunto. Y la señora, o como se diga ahora, responde que al público actual. A las nuevas exigencias. ¿Por ejemplo?, inquiero de nuevo. A la destrucción de los clichés heteropatriarcales, es la respuesta. Pero resulta que James Bond es así, respondo. Ian Fleming, su autor, lo concibió como un cliché heteropatriarcal con pistola y ciruelo siempre en activo. Es Cero Cero Siete, rediós. Si no, sería otro: 003, 010 o 091. ¿Por qué en vez de manipularlo no se inventan otro agente secreto y dejan a ése en paz, tal como a sus lectores y espectadores nos gusta que sea?

Imposible, responde el varón del binomio. El famoso 007 es lo que la gente pide. A eso respondo que James Bond es famoso justo por ser lo que es. Pero la sociedad actual —replica la otra— reclama nuevos enfoques: odres nuevos para vinos viejos. Pero eso ni es vino ni es nada, opongo; es un producto aguado e insípido, un fraude y una traición al personaje. Pero la pava hace como que no me oye. Incluso, prosigue impertérrita, queremos que el nuevo James Bond, en la próxima película, deje de vestir smoking y otras prendas clasistas, abandone su afición al juego y los casinos —su perniciosa ludopatía, precisa el acompañante—, se desplace en vehículo eléctrico no contaminante, tenga inquietudes ecológicas y deje de matar y practicar el sexo.

Levanto una mano adversativa. A ver, digo. Explíquenme eso. ¿Cómo que deje de matar y practicar el sexo? Estamos hablando de Bond, James Bond. Matar a la gente es su actividad profesional pública y picar el billete a señoras estupendas es su actividad personal privada. Es que lo de matar —señala mi interlocutor varón— es un acto reprobable que degrada al personaje. Y lo de las señoras estupendas, añade, término que consideramos machista y misógino, tampoco es aconsejable. Queremos que el sexo desaparezca del personaje, por las connotaciones de agresión que su práctica implica. Y que el concepto general sea de género fluido, ni carne ni pescado, ni vela ni vapor. Algo transversal, confirma la otra: transpuesto, transitivo, translatorio, transatlántico. Algo, lo que sea, que lleve el prefijo trans. Eso es lo deseable, aunque no excluimos la ilusionante posibilidad de una James Bond mujer: una Cera Cera Sieta. O un hombre elegetebeí, se apresura a apostillar el otro al ver la cara que pongo. Y a ser posible, apunta su prójima, afroamericano de color. O afroamericana.

Me los quedo mirando diez segundos mientras digiero aquello. ¿O sea —respondo cuando recobro el habla—, un James Bond de personalidad fluida, negro, pacifista, ecologista, gay, vestido por Ágatha Ruiz de la Prada y que se desplaza en patinete? Mis interlocutores se miran. Es una forma de resumirlo muy desagradable, dice uno. Incluso fascista, añade la otra mientras se levantan. Nos decepciona usted, señor Reverte. Igual resulta que no es la persona adecuada.

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Publicado el 24 de marzo de 2023 en XL Semanal.

miércoles, 7 de junio de 2023

El camino de las palabras profundas

Hace poco propuse a mis compañeros de uno de los talleres que coordino el siguiente ejercicio:  buscar la palabra de nuestro idioma que fuera la más bella, la más sonora o la que mayor significado tendría. para ellos y escribir un texto relacionado con dicha palabra. Y es que, ¿cuántos de nosotros hemos pensado en la magia de las palabras?

A continuación, les traigo un texto de Axel Grijelmo sobre ello. 


El camino de las palabras profundas



Nada podrá medir el poder que oculta una palabra. Contaremos sus letras, el tamaño que ocupa en un papel, los fonemas que articulamos con cada sílaba, su ritmo, tal vez averigüemos su edad; sin embargo, el espacio verdadero de las palabras, el que contiene su capacidad de seducción, se desarrolla en los lugares más espirituales, etéreos y livianos del ser humano. Las palabras arraigan en la inteligencia y crecen con ella, pero traen antes la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo. Viven, pues, también en los sentimientos, forman parte del alma y duermen en la memoria. Y a veces despiertan, y se muestran entonces con más vigor, porque surgen con la fuerza de los recuerdos descansados. Son las palabras los embriones de las ideas, el germen del pensamiento, la estructura de las razones, pero su contenido excede la definición oficial y simple de los diccionarios. En ellos se nos presentan exactas, milimétricas, científicas…

Y en esas relaciones frías y alfabéticas no está el interior de cada palabra, sino solamente su pórtico. Nada podrá medir el espacio que ocupa una palabra en nuestra historia. Al adentrarnos en cada vocablo vemos un campo extenso en el que, sin saberlo, habremos de notar el olor del que se impregnó en cuantas ocasiones fue pronunciado. Llevan algunas palabras su propio sambenito colgante, aquel escapulario que hacía vestir la Inquisición a los reconciliados mientras purgasen sus faltas; y con él nos llega el almagre peyorativo de muchos términos, incluida esa misma expresión que el propio san Benito detestaría. Tienen otras palabras, por el contrario, un aroma radiante, y lo percibimos aun cuando designen realidades tristes, porque habrán adquirido entonces la capacidad de perfumar cuanto tocan. Se les habrán adherido todos los usos meliorativos que su historia les haya dado. Y con ellos harán vivir a la poesía. El espacio de las palabras no se puede medir porque atesoran significados a menudo ocultos para el intelecto humano; sentidos que, sin embargo, quedan al alcance del conocimiento inconsciente. Una palabra posee dos valores: el primero es personal del individuo, va ligado a su propia vida; y el segundo se inserta en aquél, pero alcanza a toda la colectividad. Y este segundo significado conquista un campo inmenso, donde caben muchas más sensaciones que aquéllas extraídas de su preciso enunciado académico. Nunca sus definiciones (sus reducciones) llegarán a la precisión, puesto que por fuerza han de excluir la historia de cada vocablo y todas las voces que lo han extendido, el significado colectivo que condiciona la percepción personal de la palabra y la dirige.

Hay algo en el lenguaje que se transmite con un mecanismo similar al genético. Sabemos ya de los cromosomas internos que hacen crecer a las palabras, y conocemos esos genes que los filólogos rastrean hasta llegar a aquel misterioso idioma indoeuropeo, origen de tantas lenguas y de origen desconocido a su vez. Las palabras se heredan unas a otras, y nosotros también heredamos las palabras y sus ideas, y eso pasa de una generación a la siguiente con la facilidad que demuestra el aprendizaje del idioma materno. Lo llamamos así, pero en él influyen también con mano sabia los abuelos, que traspasan al niño el idioma y las palabras que ellos heredaron igualmente de los padres de sus padres, en un salto generacional que va de oca a oca, de siglo a siglo, aproximando los ancestros para convertirlos casi en coetáneos. Se forma así un espacio de la palabra que atrae como un agujero negro todos los usos que se le hayan dado en la historia. Pero éstos quedan ocultos por la raíz que conocemos, y se esconden en nuestro subconsciente. Desde ese lugar moverán los hilos del mensaje subliminal, para desarrollar de tal modo la seducción de las palabras.

Extraído de “La seducción de las palabras” de Alex Grijelmo., Edición Santillana, páginas 13, 14 y 15. 

miércoles, 31 de mayo de 2023

Rem tene, verba sequentur

Rem tene, verba sequentur

o

Escribir primero, teorizar después. 

Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba


Hay quienes quieren teorizarlo todo. Lo veo con frecuencia en los talleres literarios. Para algunos es más importante, al momento de sentarse a escribir, pensar si el texto que acometerán es una anécdota, una crónica, una estampa, una semblanza o un cuento, (y si se definen por este último, quieren tener claro si será un cuento clásico, un cuento moderno o un cuento postmoderno). Para ellos es más importante eso, que escribir un texto que sea gramaticalmente correcto y que su contenido llegue al lector.  

Desde mi humilde opinión, cuando uno escribe algo, solo importan dos cosas:  Tener algo para decir, y escribirlo bien.  No existe ninguna otra consideración. 

Cuando uno va a hablar con un amigo o con el gerente de la empresa, uno no piensa si utilizará lenguaje formal o coloquial. Uno no planea si va a usar palabras cultas o si en su lenguaje incluirá modismos o neologismos. Simplemente habla como le vayan llegando las palabras la cabeza. Posiblemente a algunos personajes se le saldrá la frase "Qué más, parcero" cuando salude al gerente de la compañía al cual ni siquiera conoce, pero esto no es lo normal.  El lenguaje es intuitivo. Asi como mi cerebro escoge las palabras específicas para hablarle a un amigo, escoge otro tipo de lenguaje cuando me enfrento a un desconocido. Lo importante es tener clara la idea que se va a expresar.  Bien lo dice la alocución latina Rem tene, verba sequentur. (domina el tema, que las palabras vendrán después).

De la misma forma, cuando decido escribir un texto, mi area de broca (area cerebral del lenguaje) selecciona las palabras y la estructura en que se expresará lo que quiero decir. Dicho de otra forma, lo primero es tener la idea, y luego escribir las cosas como se ocurran. Después vendrá un proceso que se da en la corteza frontal, proceso en el cual debo revisar si lo que escribí es coherente, es lógico, si hay brechas o confusión en la narración, si las palabras elegidas son las correctas, y si las frases tienen la semántica que se pretendía. (edición y corrección).

No corresponde al escritor definir si el texto está enmarcado en una u otra categoría. Eso se lo dejamos a los teóricos. La función de un escritor es tener un texto que diga algo, y que esté escrito de una forma gramaticalmente correcta para que llegue al lector con el mismo significado con el que fue concebido.  Un texto no puede tener confusion ni brechas en el relato. 

De ahí que todo escritor debe tener dominio de las palabras que usa, de lo que quiere decir, y ser capaz de revisar si lo que quiso decir sera entendido de la misma forma por el lector. 

Una vez se tiene construido el texto 一cuento, relato, narración, crónica, ensayo, viene la clasificación (que no es obligatoria, ni necesaria).  Nadie desdeña un plato de fríjoles si se llegara a enterar que ya no pertenecen a la familia de las leguminosas. Un lobo no dejará de ser lobo si alguien decide que ya no pertenece a la familia de los cánidos y un gato no perderá sus características porque alguien ha decidido que ya no está catalogado como felino.  

De manera que, el consejo que puedo dar a los escritores en formación es que no se preocupen por catalogar sus obras dentro de un género o estilo determinado.  Escriban sus textos pensando en lo importante: ¿Qué es lo que quiero decir?  ¿Está lo suficientemente bien escrito para que el lector me comprenda?  No se requiere de nada más.  

Para aquellos que disfrutan catalogando y clasificando, les traigo un video del doctor Lauro Zavala, de uno de los principales teóricos contemporáneos del cuento. Espero que observen que un buen texto no se construye teorizando, sino intuitivamente. Solo una vez construido será posible teorizar sobre el resultado. 







miércoles, 10 de mayo de 2023

Escribir números en un texto literario ¿cómo hacerlo?

¿Cómo se escriben los números en un texto literario? ¿es mejor escribir la edad de un personaje en cifras o en letras? ¿cómo escribir las fechas y las horas?  



Lo primero es que no existe ninguna norma obligatoria, y en un texto literario el autor tiene libertad de escribir los números como le venga en gana. Sin embargo, hay algunas recomendaciones que hacen que una forma sea mejor que la otra, cuando se trata de un texto literario.


Los números cardinales 

Cuando escribimos una obra literaria o un texto no técnico, la R.A.E. recomienda que escribamos los números cardinales con letras, a no ser que se trate de un número muy complejo. Por regla general los números pequeños (aquellos números que puedan expresarse en tres palabras o menos) se escriben con letras:

  • Es profesora y ha escrito cinco novelas
  • Juan tiene treinta y cinco años. 
  • El salón tiene capacidad para cuarenta y ocho alumnos. 
  • Te he dicho un millón de veces que no seas exagerado. 

Cuando el número es más largo, debe escribirse en cifras:  

  • José vive en un pueblo de 325 957 habitantes y cobra 2859 dólares al mes.

Observen que estas cifras no llevan punto. Hay una norma de la R.A.E que establece que los números de cuatro cifras no llevan punto. Sin embargo, los que tienen más de cuatro cifras deben separarse en guarismos de mil.  Veamos dos ejemplos 

  • Ese municipio tiene 325 957 habitantes.  
  • Para el 2023, el salario mínimo en Colombia es de 1 300 606 pesos

Por supuesto, se trata de recomendaciones. No faltará el que prefiera escribir "1.300.606 pesos" con puntos. 


Cuándo escribir en cifras

En algunos casos hay que escribir en cifra y no con letras, como sucede con los porcentajes superiores a diez:

  • El 97% de los pacientes con COVID-19 sobreviven 

Los porcentajes menores pueden escribirse con letras o con números, según prefiera el escritor, siendo siempre más recomendable para una novela la escritura en letras:

  • El seis por ciento de los estudiantes no ha pagado el curso.


Otra excepción que se escribe siempre con una cifra es la de los números que van después del sustantivo al que se refieren:

  • María está hospitalizada en la habitación 506. 
  • El cuento del Retrato del señor Rossi está en la página 18.


Sobre las mezclas de letras y cifras

Sobre la mezcla de cifras y letras, la R.A.E. recomienda, al menos en la escritura de ficción (novela, relato, etc.), no mezclar en un mismo enunciado cifras por un lado y números escritos con letra por otro. Es decir que, si tenemos en el mismo párrafo o en dos párrafos próximos un número sencillo y otro complejo, es mejor escribirlo todo con números:

  • María tiene 40 años, ha escrito 4 novelas y cobra 1859 euros al mes.

Las fechas: 


Las fechas normalmente se deben escribir con cifras:

  • Carlos nació el 8 de junio de 1966.

Observen que el año va sin punto de separación por tener cuatro cifras.

Los siglos se escriben con números romanos, siempre en mayúscula, cuando el número va precedido de la palabra "siglo".  Caso contrario, cuando la palabra siglo va después (número cardinal) se escribe con letras. 

  • Es el mejor escritor del siglo XX. 
  • Hipócrates vivió cinco siglos antes de Cristo. 


Las horas

En textos literarios es mejor escribir siempre la hora con letras:

  • Juan salió del trabajo a las cinco menos diez porque había quedado con María a las cinco y cuarto. 
  • Sin embargo, María no llegó a la cita. A las cuatro y treinta había sufrido un accidente. 


Los ordinales

Por último, hago mención a los números ordinales, (esos que determinan un orden o secuencia).  En una obra literaria se escribirán siempre con letras:

  • María vive en un primer piso y está escribiendo su quinta novela.

Es importante que "onceavo", "doceavo", "treceavo", "catorceavo", "quinceavo", "veinteavo" hacen referencia a una fracción.  "Juan tiene la doceava parte de la herencia" (es uno de los doce hijos). Con la excepción de "octavo" los demás números terminados en "avo" son una porción de una unidad.  Lo correcto es undécimo (o decimoprimero), duodécimo (o decimosegundo), decimotercero, decimocuarto, decimoquinto, decimosexto, vigésimo...   

Recuerden que estas recomendaciones son para textos de carácter literario. En los textos académicos generalmente priman los registros con cifras. 

Espero que les sea de utilidad. 


Fuente

Real Academia de la Lengua Española

miércoles, 26 de abril de 2023

La diferencia entre mostrar y decir

Mostrar vs. decir

La siguiente información es extraída de la página del portal Piensa Rie, Escribe, de la escritora Galu (Olga Lucía Jaramillo), que a su vez, da créditos al portal Ciudad Seva del escritor LUIS LÓPEZ NIEVES 


1.      "Mostrar" versus "decir":

Para un escritor es fundamental comprender la diferencia entre “mostrar” o “decir”. Al “mostrar” estamos dándole al lector la oportunidad de “ver” o presenciar una escena en directo, casi como si estuviera presente. Al solamente “decir”, no se logra jamás el mismo efecto. Veamos unos ejemplos:

Un autor podría escribir:

El dentista le sacó una muela a Miguel. Fue muy doloroso. Excesivamente desgarrador. Sufrió en exceso. Oh, qué experiencia penosa.



Leemos estas cinco oraciones y qué sucede. ¿Sentimos dolor? ¿En realidad nos comunica la experiencia de Miguel? Podemos añadir un adjetivo detrás de otro, podemos repetir cien veces que Miguel sintió dolor. Pero el lector no siente nada porque la acción está “dicha”, no ha sido “mostrada”.

Cuando contamos, no podemos exigirle al lector que crea y sienta simplemente por fe o por repetición. No bastan dos palabras: “sintió dolor”. Es necesario contar una escena en la que, por medio de nuestro dominio del arte de narrar, “mostremos” lo que deseamos que el lector “vea” y sienta.

Veamos cómo “muestran” dos maestros. El primer ejemplo consiste de fragmentos del cuento “Cirugía“, del ruso Anton Chejov.

Un sacristán con dolor de muela ha ido a un dentista:…

(…) -Padre nuestro… Virgen Santísima… Ay…

-Así no… así no… ¿A ver? ¡No me agarre! ¡Suélteme! -hala-. Ahora… Así, así… La cosa no es tan fácil…

-¡Santo padre! ¡Santa madre!… -grita-. ¡Ángeles del cielo! ¡Ay, ay! ¡Pero hala ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancármela?

-Esto de la cirugía… De un golpe no es posible… Ahora, ahora…

Vonmiglásov levanta las rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan, respira fatigosamente… Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue tirando… Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela. El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La muela sigue en su sitio

(…)

-No veo nada… Espera a que recobre el aliento… ¡Oh!

(…)

Vonmiglásov permanece unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido… Sus ojos miran estúpidamente al espacio y su pálida cara está bañada en sudor.

-Si hubiera usado el pie de cabra… -balbucea el practicante-. ¡Buena la hemos hecho!

Volviendo en sí, el sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma encuentra dos salientes.

En esta escena de Chejov, no “dicha” sino “mostrada”, el lector puede sentir el dolor del sacristán a quien le están tratando de extraer una muela. Algunos lectores, incluso, me han dicho que les sudan las manos al leer este cuento completo. El narrador no necesita decir “le dolió”, mucho menos necesita decir “le dolió mucho”. De hecho, noten que en ningún momento dice que al paciente le dolió. No es necesario decirlo porque lo estamos “viendo”. Somos testigos.



Veamos ahora un fragmento del cuento “Un día de estos” de Gabriel García Márquez. Un alcalde visita a un dentista:


Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista solo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.


Como Chejov, García Márquez no necesita “decir” que su personaje siente un dolor inmenso. Por medio de las reacciones del personaje nos lo “muestra”. Nuevamente, somos testigos.

De hecho, un buen “truco” para confirmar que has “mostrado” bien es asegurarte de no usar ninguna palabra (ni sinónimo) que comunique directamente lo que deseas “mostrar”. Es decir, si quieres mostrar “dolor”, nunca usar la palabra “dolor”, sino “mostrarlo”. Asimismo, si quieres “mostrar” amor (romántico o familiar), odio, ira, aburrimiento o algo tan sencillo como un personaje que tiene miedo, para “mostrarlo” es mejor narrar acciones del personaje que le permitan al lector descubrir que el personaje tiene miedo, sin decirlo.


*


Bueno, ya conocemos la diferencia entre “mostrar” y “decir”. Ahora hagamos una pregunta sencilla: cuando vamos a narrar, ¿es preferible “mostrar” o “decir”? La respuesta es evidente: es mejor “mostrar”.

Entonces, ya que “mostrar” es mejor que “decir”, ¿para qué “decir”? ¿Debemos contar todo por medio de la técnica de “mostrar” y olvidarnos por completo de “decir”? No.

Para cada técnica hay un momento. La respuesta breve es la siguiente: usamos “mostrar” para momentos importantes de nuestra narración, para escenas fundamentales; por ejemplo, para la escena climática.

Un cuento (o novela) consiste de una sucesión de escenas. Veamos un cuento que consiste de siete escenas:

1. Un zapatero está en su lugar de trabajo.

2. Llega un amigo y le dice al zapatero que su esposa ha sido golpeada por un auto en la calle Central esquina calle Parque.

3. El zapatero llega hasta al lugar del accidente en su automóvil.

4. Estaciona su auto, se abre camino entre el público que observa el accidente, la policía no le permite acercarse a su esposa, convence a los policías y le permiten que llegue hasta su esposa, a quien le toma la mano.

5. Los paramédicos la suben a la ambulancia y le dicen al zapatero que no puede ir con ellos.

6. El zapatero busca su auto, se abre camino entre el tráfico, llega al hospital, se estaciona y entra al hospital.

7. Llega justo a tiempo para que su esposa, tras besarlo en la boca y decirle que lo amará para siempre, se muera en sus brazos.

¿Hay que “mostrar” las siete escenas?


En este caso, probablemente baste con mostrar la segunda, cuarta, quinta y séptima escena.

1. No hay que usar una escena para “mostrar” que es zapatero, porque eso se verá en la segunda escena, cuando el amigo llegue al lugar de trabajo.

2. Sería bueno “mostrar” la segunda escena porque nos da la oportunidad de conocer la reacción del zapatero ante la noticia. De una vez vemos cuál es su oficio, dónde trabaja, en qué condiciones trabaja, etc.

3. No es necesario “mostrar” cómo llegó a la escena del accidente. Basta con “decirlo”.

4. Quizás se quiera “mostrar” en detalle, en la cuarta escena, las dificultades que tuvo para llegar hasta su esposa.

5. Quizás se quiera “mostrar” la quinta escena para que los lectores vean la reacción del zapatero cuando le dicen que no puede subir a la ambulancia.

6. No es necesario “mostrar” cómo llegó al hospital.

7. Sería obligatorio “mostrar” la escena climática, para escuchar las últimas palabras de la esposa y “ver” su muerte y la reacción del zapatero.


Es importante entender que todo lo dicho por mí en los siete párrafos anteriores es meramente una versión de cómo se podrían escribir estas escenas. El arte de narrar es muy complejo. Cada “historia” puede contarse de millones de maneras diferentes.

Quizás, para la versión del escritor X, sea importante “mostrar” la primera escena. Podría desear “mostrar” en detalle cómo es el trabajo del zapatero, cómo es su personalidad, cómo se lleva con sus compañeros de trabajo y con los clientes, antes de que el amigo llegue con la mala noticia. En ese caso, se le podrían dedicar muchas páginas a la primera escena, que para fines de mi ejemplo dije que bastaba con “decirla” o incluso obviarla por completo.

Otro escritor podría optar por “mostrar” en detalle la tercera escena. Contar que el zapatero está tan nervioso que apenas puede encender su auto. Le sudan las manos. Llora. Está tan distraído y nervioso que por poco choca el carro. Al llegar, antes de bajar del auto, apoya la cabeza contra el guía y llora nuevamente. Al salir, se cae de rodillas, besa la tierra y le ruega al cielo que proteja a su esposa. Etcétera.

Otro escritor podría usar esta misma tercera escena, que yo descarté, para mostrar que el marido va en el carro fumando y feliz. Sonríe. De vez en cuando suelta una carcajada. Escucha reguetón en la radio. Y llama a una mujer con su celular y le dice: “Mi amor, estamos de suerte, creo que pronto seré viudo. ¡Hay que celebrar!”

Este mismo escritor podría entender que basta con “decir” la cuarta escena porque ya no es importante. En vez de mostrar toda la situación, le bastará con decir: “Se abrió camino entre el público y convenció a los policías para que lo dejaran llegar hasta su esposa, a quien le cogió la mano”.

En resumen, es más efectivo “mostrar”. Es un defecto que un cuento (o novela) esté todo “dicho”. Más que una narración, vendría siendo casi un resumen, porque el lector apenas podrá “ver” (o sentir) la acción y los detalles de la historia.

Como regla básica, por tanto, las escenas más importantes de un cuento o novela deben “mostrarse”, aunque todo dependerá del objetivo final del autor.

miércoles, 29 de marzo de 2023

Basura: un cuento por medio de diálogos.

Esta semana comparto un cuento de un escritor brasileño, Luis Fernando Veríssimo, titulado “Basura”

Desde mi humilde concepto, es una verdadera obra de arte. 

El narrador solo emite la primera frase y luego no vuelve a hablar:  Simplemente deja que sus personajes conversen. El narrador no interfiere, no cuenta nada para que los personajes sean los que cuenten la historia en un diálogo que es fluido (como si fuera un diálogo real).

Aunque el narrador no dice nada, todo se MUESTRA en los diálogos.

Espero les guste.

 ___________ 


Basura 

 

Se encuentran en el área de servicio. Cada uno con su bolsa de basura. Es la primera vez que se hablan. 
- Buenos días... 
- Buenos días. 
- La señora es del 610 
- Y, el señor del 612 
- Sí. 
- Yo aún no lo conocía personalmente... 
- De hecho... 
- Disculpe mi atrevimiento, pero he visto su basura... 
-¿Mi qué? 
- Su basura. 
- Ah... 
- Me he dado cuenta que nunca es mucha. Su familia debe ser pequeña... 
- En realidad sólo soy yo. 
Mmmmmm. Me di cuenta también que usted usa mucha comida enlatada. 
- Es que yo tengo que hacer mi propia comida. Y como no sé cocinar. 
- Entiendo. 
- Y usted también... 
- Puede tutearme. 
- También perdone mi atrevimiento, pero he visto algunos restos de comida en su basura. Champiñones, cosas así... 
- Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra... 
- Usted... ¿Tú no tienes familia? 
- Tengo, pero no son de aquí. 
- Son de Espírito Santo.  
-¿Cómo lo sabe? 
- Veo unos sobres en su basura. De Espírito Santo. 
- Claro. Mi madre me escribe todas las semanas. 
-¿Ella es profesora? 
-¡Esto es increíble! ¿Cómo adivinó? 
- Por la letra del sobre. Pensé que era letra de profesora. 
- Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por su basura. 
- Así es. 
- Pero, el otro día tenía un sobre de telegrama arrugado. 
- Así fue. 
-¿Malas noticias? 
- Mi padre. Murió. 
- Lo siento mucho. 
-Él ya estaba viejito. Allá en el Sur. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. 
-¿Fue por eso que volviste a fumar? 
-¿Cómo es que sabes? 
- De un día para otro comenzaron a aparecer paquetes de cigarrillos arrugados en su basura. 
- Es cierto. Pero conseguí dejarlo de nuevo. 
- Yo, gracias a Dios, nunca fumé. 
- Ya lo sé. Pero he visto unos vidriecitos de pastillas en su basura... 
- Tranquilizantes. Fue una fase. Ya pasó. 
-¿Peleaste con tu pololo, no es verdad? 
-¿Eso, también lo descubriste en la basura? 
- Primero el buqué de flores, con la tarjetita, tirado en la basura. Después, muchos pañuelitos de papel. 
- Es que lloré mucho, pero ya pasó. 
- Pero incluso hoy vi unos pañuelitos... 
- Es que estoy un poquito resfriada. 
- Ah. 
- Veo muchos crucigramas en tu basura. 
- Claro. Sí. Bien. Me quedo solo en casa. No salgo mucho. Tú me entiendes. 
-¿Polola? 
- No. 
- Pero hace unos días tenías una fotografía de una mujer en tu basura. Parecía bonita. 
- Estuve limpiando unos cajones. Cosa del pasado. 
- No rasgaste la foto. Eso significa que, en el fondo, tú quieres que ella vuelva. 
-¡Tú estás analizando mi basura! 
- No puedo negar que tu basura me interesó. 
- Qué divertido. Cuando escudriñé tu basura, decidí que quería conocerte. Creo que fue la poesía. 
-¡No! ¿Viste mis poemas? 
- Vi y me gustaron mucho. 
- Pero, ¡si son tan malos! 
- Si tú creías que eran realmente malos, los habrías rasgado. Y sólo estaban doblados. 
- Si yo supiera que los ibas a leer... 
- Sólo no los guardé porque, al final, los estaría robando. Si bien que, no sé: ¿la basura de la persona aún es propiedad de ella? 
- Creo que no. Basura es de dominio público. 
- Tienes razón. A través de la basura, lo particular se vuelve público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los demás. La basura es comunitaria. Es nuestra parte más social. ¿Esto será así? 
- Bueno, ahí estás yendo harto lejos con la basura. Creo que... 
- Ayer, en tu basura... 
-¿Qué? 
-¿Me equivoqué o eran cáscaras de camarón? 
- Acertaste. Compré unos camarones enormes y los descasqué. 
-¡Me encantan los camarones! 
- Los descasqué, pero aún no los comí. Quien sabe, tal vez podamos... 
-¿Cenar juntos? 
- Por qué no. 
- No quiero darte trabajo. 
- No es ningún trabajo. 
- Pero vas a ensuciar tu cocina. 
- Tonterías. En un instante limpio todo y pongo los restos en la basura. 
-¿En tu basura o en la mía? 




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Basura, título original "Lixo", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en su libro de crónicas y cuentos O Analista de Bagé e, posteriormente, antologado en O Novo Conto Brasileiro por Malcolm Silverman (Rio de Janeiro, Nova Fronteira, 1985). 

Traducción de Paula Vera. 

miércoles, 15 de marzo de 2023

Apuntes sobre "El miedo" (1882) de Guy de Maupassant.

 Ayer dimos inicio al curso “Literatura y terror”, del Programa de Desarrollo Docente, de la Universidad de Antioquia. He sido profesor durante las últimas dos décadas y aún me sigo sintiendo intranquilo horas antes de los encuentros. Ayer no fue la excepción; por suerte, se trató de un encuentro presencial y de un curso cuya temática propuse.


Llegué temprano, con el deseo oculto de que los asistentes también lo hicieran. Preparé todo lo necesario. Me repetí: tengo que saludar y decir quién soy yo ¡diablos, como si lo supiera! También tengo que presentar el curso, escuchar sus comentarios, dejar que expongan sus expectativas y, de inmediato, empezar a desarrollar los contenidos; en este caso: establecer la relación “literatura-miedo” y avanzar en la definición de la denominada “literatura de terror”.

Debía, en pocas palabras, estirar los minutos, estirarlos, estirarlos… porque además tenía en mente leer, a modo de ejemplo, a Guy de Maupassant: quizás el escritor de terror más conocido de Francia. Mi objetivo estaba cifrado en presentarlo de tal manera que los asistentes se recriminaran el no haberlo conocido antes: “¿Cómo es posible que uno diga que le gusta leer literatura sin conocer a Maupassant?”, algo así quería que se dijeran. Sé que exagero, pero esa era mi meta.

Como suele suceder en estos casos: el tiempo no fue suficiente. Al final, sólo alcanzamos a leer, apresuradamente, un cuento, y nada más. No importa, me digo, pero sé que sí importa, y por eso dejo aquí algunos comentarios sobre el autor y su obra.

Espero que los interesados puedan robarle tiempo a sus ocupaciones para dedicarlo a la lectura, y también espero que quieran asistir a nuestro próximo encuentro: nos ocuparemos de la dupla: ¡Guy de Maupassant y Edgar Allan Poe!

De colecciones y ediciones

No conozco todas las colecciones de cuentos de Maupassant; sin embargo, me gusta pensar que la mayoría de ellas están provistas de obras imprescindibles. De nuevo voy a exagerar: ¡es que con Maupassant no hay pierde! Incluso, cuando uno de sus cuentos no resulta de mi total agrado suelo pensar: el problema es mío, de seguro que me entretuve y me perdí de algo, ¡maldición!, qué pena con el autor.

Sé que, en español, la editorial Páginas de Espuma tiene una edición, en dos tomos, de los cuentos completos del autor. Asimismo, la editorial Valdemar publicó un centenar de ellos en un solo tomo. Ambas ediciones cuentan con la traducción del especialista Mauro Armiño. Sin embargo, repito: cualquier colección está bien. En mi caso, por ejemplo, comentaré la colección de la editorial Eneida.

Creo que no sobra decir que, por lo regular, las editoriales han organizado los cuentos del autor bajo temáticas aleatorias: horror, muerte, locura, crueldad, el tema del doble, etc. Membretes que poco o nada le importaron al autor, pues nunca compiló sus cuentos de esa manera. Se sabe que publicaba en formato libro cada vez que sus publicaciones, en los diarios y las revistas, alcanzaban un número considerable de páginas.

El miedo

La editorial Eneida compiló en su edición quince cuentos. Materialmente es un libro bien armado, con guardas de color rojo intenso, así como solapas informativas. Además, la portada está coronada por la enigmática ilustración: Retrato de Dagny Juel Przybyszewska, de Konrad Krzyzànowski. Desconozco el tipo de papel utilizado en la portada de este libro (que es el mismo de toda la colección “Confabulaciones”, a la que pertenece), pero tengo que decir que, incluso, su contacto físico es especial…

El título de la antología responde a uno de los cuentos del autor, publicado en 1883. Considero indiciario que el libro se abra con este cuento porque, desde mi punto de vista, es el miedo el que permite reunir al “terror” y al “horror”, es decir: a las dos clasificaciones que más suelen utilizar, diferenciadamente, los estudiosos. Asimismo, porque en el cuento su protagonista no duda en clamar lo siguiente:

¡Permítame que me explique! El miedo [...] es algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia (10).

Lovecraft dirá, en el siglo XX, que el miedo a lo desconocido es la emoción más antigua y poderosa de la humanidad, tan antigua como el pensamiento y el habla humana, y de allí que su aparición en el arte deba ser percibida como algo natural.

Asimismo, es importante comprender que lo importante, en esta literatura, es la intención de crear una “atmósfera” que produzca miedo. Repito: la intención, ya que el hecho de que lo logre, o no, escapa a los estudios literarios y depende de cada uno de los lectores.

Además del cuento “El miedo”, la antología contiene los cuentos: “Las sepulcrales”, “Suicidas”, “El lobo”, “Junto a un muerto”, “Magnetismo”, “La aparición”, “Carta que se encontró a un ahogado”, “Sobre el agua”, “¡Quién sabe!”, “¿Fue un sueño?”, “Carta de un loco”, “La mano disecada”, “La noche” y “La mano”.

Creo que podría generalizar (equivocadamente) y decir que la gran mayoría de los cuentos reunidos en esta antología hacen uso del relato enmarcado, es decir, la estrategia que lleva al narrador a ceder su voz para que otro personaje cuente lo que vivió. Véase, por ejemplo, el caso de “La aparición”: “En un momento dado, el marqués de la Tour-Samuel [...], dijo, con voz un tanto temblorosa: [...]” (65), y justo después de los dos puntos (:) escuchamos a este personaje narrar la historia. Ni siquiera cuando finaliza volvemos al relato base, pues el cuento se acaba, y punto final.

No sobra decir que este recurso fue propio de muchos otros autores de la época y que, incluso, hace parte de la tradición de esta literatura; recuérdese, a modo de ejemplo, el caso paradigmático de Frankenstein (1818), de Mary Shelley. Quizás en los encuentros presenciales podamos abordar los aportes que ofrece el relato enmarcado en la creación de la “atmósfera” y su intención de generar miedo.

Otra característica de estos cuentos es la lucha evidente entre el mundo de las ideas y la razón, versus el mundo de los sentimientos, entre ellos, el más importante: el amor (lo que conocemos, a grandes rasgos, como “Romanticismo”). Sus personajes se debaten entre los raciocinios, a veces insuficientes, y los sentimientos que se agolpan en sus cuerpos. ¿Cómo aceptar el amor si eso significa creer en lo inexplicable? A continuación, un fragmento de “¿Fue un sueño?”:

¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Qué extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios…, un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria (113).

Sé que estos apuntes están quedando muy largos, y por eso nombraré –para ir cerrando– , que en nuestras próximas lecturas deberemos abordar la manera en que el autor logra crear la “atmósfera” inquietante e inexplicable de sus relatos, pero más importante, espero que podamos reflexionar sobre qué sentido tiene, en nuestras vidas, enfrentarnos a estas lecturas. Creo que la lectura literaria nos entretiene, ¡por supuesto!, pero también logra algo más en nosotros. Quizás por eso estamos aquí, leyendo sobre hombres atormentados, en lugar de estar haciendo algo… no sé... ¿útil?

Unas pocas palabras sobre el autor

Guy de Maupassant fue admirado por autores como Chéjov, Tolstoi y Lovecraft. Vivió una vida parecida a los argumentos de sus cuentos fantásticos: sufrió de problemas visuales, alucinaciones y manías persecutorias. Fue adicto a la cocaína. Intentó suicidarse en repetidas ocasiones. Al final, fue internado en un sanatorio.

Se sabe que no logró entenderse con su padre, Gustave de Maupassant, pero fue amigo y admirador de otro Gustave: Flaubert, a quien consideró como su verdadero padre. También admiraba a Schopenhauer. Su primer cuento apareció en una publicación que preparó Emile Zolá. No le gustaban las cofradías y los grupos, y por eso rehuyó de la escuela naturalista. Además de seis novelas, publicó más de trescientos cuentos; así como algunas obras de teatro, ensayos y artículos periodísticos.

Conoció la obra de E. T. A Hoffmann y Edgar Allan Poe. Lo que hizo con ellas está por encima de lo que ya habían logrado el resto de los autores franceses, a saber: Nodier, Gautier, Merimée, etc.

En Maupassant, lo inexplicable se origina en lo cotidiano, en lo externo. Como alumno de Flaubert expuso la realidad, pero buscó descubrir en ella lo oculto, lo profundo… Por lo regular, aquel descubrimiento detona una crisis en el interior del protagonista. Algunos de sus lectores, dicen, haberse sentido igual.

Estos apuntes aparecieron por primera vez en el blog guardopalabras: Enlace.


Maupassant, Guy de.
El miedo (1882 [2012]).
Madrid: Eneida, 158 p.
Traducción: Víctor Balaguer.


Asimismo, invitamos a los interesados a este curso, dedicado a la "Literatura de terror", próximo a abrirse:




miércoles, 22 de febrero de 2023

La corrección editorial en los tiempos de la anarquía gramatical. Juan Andrés Alzate Peláez

La corrección editorial en los tiempos de la anarquía gramatical


Por Juan Andrés Alzate Peláez*


No existe un «gobierno gramatical» como para pensar en una posible anarquía contra este. De entrada parece que estoy suponiendo un despropósito. Es cierto que en el imaginario popular existe la idea de que los académicos de la lengua «inventan» las reglas de la prosodia y la ortografía, ya que los demás hablantes no «limpian, ni fijan, ni dan esplendor» al idioma. Pero esto es un error de apreciación. Y no es de la rebelión contra el quehacer de los académicos de la lengua a la que me refiero con la expresión «anarquía» gramatical. ¿Qué es, entonces, la anarquía gramatical? Digamos que es la hija de la corrección que no corrige —la política—, es el «laissez faire, laissez passer» de la sintaxis, de la ortografía y, peor aún, de la argumentación.

Los que somos editores y además profesores, sabemos que eso de escribir bien es algo que pocos hacen con natural facilidad. Ningún buen escritor nació escribiendo bien. Con seguridad primero aprendió a hablar bien, pero escribir bien es algo que no le vino por natural devenir. Esa actividad requiere del dominio de más de un artificio. Sólo quien ha vivido en un mundo pequeño, donde pocas e imprecisas palabras bastan para referir hechos exiguos, se conforma con el execrable «lo que importa es que se entiende», creyendo que sus afirmaciones vagas son comprensibles. Ya lo he dicho en otro lado —más en son de burla, claro está—: lo que exige ser interpretado o está mal dicho, o es malintencionado. El que escribe bien, por su parte, sabe que en el acto comunicativo no todo vale, a menos que sea de los que hacen escritura automática y demás fantasías y cabriolas lingüística, que hasta de corrección ortográfica igualmente pueden requerir.

A mí personalmente me preocupa más el desconocimiento de la sintaxis que el de la ortografía. Como profesor sé que ese es el problema de los estudiantes que «no saben escribir». Sintaxis es orden. Aristóteles nos enseñó que dar orden es dar forma. Quien no da forma a sus ideas no tiene cómo darse a entender. He ahí el intríngulis de la pobreza gramatical de los escribientes (que no escritores) de hoy.

Basta abrir al azar cualquier red social para encontrar en menos de tres líneas la primera falta ortográfica, ausencia de acentos y de signos de puntuación que obligan las más de las veces a releer lo visto para interpretar lo que quiere decir. No miento. Acabo de hacer el experimento en Facebook mientras escribo estas líneas y miren lo que me encuentro, justo en el primer mensaje que leo (ver figura 1).

Aparte de la dudosa calidad literaria de la canción citada, encontramos a primera vista omisiones como las de los acentos (no es lo mismo ni fonética ni semánticamente el tú pronominal del tu posesivo, por ejemplo), los signos de puntuación y las obligadas comillas, las mayúsculas, la adición innecesaria de una ese después de la cifra del año, a la manera del genitivo inglés… podría seguir quejándome, pero con esto basta para el ejemplo.


 Figura 1. Ejemplo encontrado en la red social Facebook.


Las muestras podrían seguirse extendiendo ad infinitum. Lo que quiero exponer con esta elección azarosa es que hay un respaldo estadístico para el fenómeno de decadencia ortográfica que refiero. En este caso particular creerá uno que no peligra mayormente el sentido, pues se trata de un texto simple, pero no. El cuarto verso («una canción de los Rolling Stones») puede ser tanto frase subordinada del primer verso («tú te imaginas») como del tercero («tocando [en] la guitarra»). Ya que no hay puntuación, se deja la interpretación a la navaja de Ockham para reconstruir el contexto —la explicación más simple probablemente es la verdadera—. Algo parecido pasa con el primer verso de la segunda estrofa, que puede ser subordinante de las que siguen o ser una frase independiente, pero la ambigüedad también está, para el caso, en la misma redacción y no solo en la puntuación.

¿A dónde quiero llegar con esto? Es un hecho que la comunicación escrita domina nuestra vida como nunca antes lo hizo. Hoy, con seguridad, la gente escribe más que en otros tiempos, mas no por ello lo hace mejor. Y ese acostumbrarse a escribir como bien le parezca a cada uno está teniendo efectos en la escritura profesional o semi-profesional.

Que en Latinoamérica —se dice— el hecho de que escribamos peor que en España pueda deberse a nuestros malos sistemas educativos es muy probable; pero ni le podemos echar toda la culpa a la escuela ni podemos pensar que en la Madre Patria se salvan del mismo mal. Por mis manos y ojos también pasan textos de autores españoles en los que de vez en cuando se advierten solecismos u omisiones (que para ser honestos, son quienes menos hay que corregir en los sentidos que nos atañen: el ortográfico, el semántico y el sintáctico, pero igual hay que corregirlos). Para que se hagan una idea, en los trece años que tiene Revista Cronopio hemos publicado poco más de 3000 artículos, todos los cuales han pasado por revisión. Doy fe de que en todo este tiempo sólo han pasado completos, sin tenerles que corregir una sola coma, a lo sumo ocho artículos. Todos los demás tienen algo que arreglar. Fallar en la escritura, por cuestiones mecanográficas o gramaticales es algo que a todos nos pasa (con seguridad mientras lea esta ponencia, encontraré las erratas que no vi al escribirla y sentiré el oprobio de mi neurosis acusándome). Puesto que errare humanum est, se necesitan personas con habilidades y conocimientos muy específicos para desfacer aquellos entuertos, detectando las erratas que pueden costarle el buen nombre al periodista, al académico, al escritor, al poeta o al político.

Digo habilidades y conocimientos muy específicos porque, como ya he señalado, escribir no es una actividad natural, ni intuitiva, como lo es respirar. Los seres humanos llevamos escasos cinco mil años en esa actividad, de modo que escribir es algo que aún estamos inventando.

Yo mismo con frecuencia encuentro errores en mis escritos, pues los hombres tenemos la virtud de no ver nuestras faltas en lo que recién escribimos o decimos. Con seguridad los correctores editoriales que estén aquí presentes, como yo, tendrán por hobbie cazar gazapos en cuanto libro o anuncio leen. Y es que los hay por montones —los gazapos, digo—. No sé a cuántos los afecta en el alma que exista la imprecisión, que los hay, pero el asunto no es de deshacerse en llanto por la ignorancia o el descuido de los otros. Yo prefiero tomarlo con actitud de pedagogo, que al fin y al cabo es mi otra vocación. No se crea que estoy haciendo una apología de los caza gazapos, todo lo contrario. No hay especie más molesta en la fauna académica que los que descalifican el fondo por la forma. Justo en mi biblioteca tengo uno de esos manuales (CASAS Z., Eduardo. (1977). Cazando gazapos por los fueros del idioma. Medellín. s.p.i.) que irónicamente está repleto de erratas (y no me refiero a los gazapos que cita), con lo que el autor queda más como un neurótico que como un académico. Así que, oíd mi consejo correctores: en la Ilíada de la corrección editorial sed diligentes y nobles como Patroclo y no soberbios y precipitados como Héctor, no sea que por culpa vuestra los mejores libros no lleguen a escribirse.

Cada editor tiene su estilo de trabajo. Yo, cuando hago corrección de libros o de trabajos académicos prefiero hacerlo junto con el autor. En el caso de la revista, la dinámica no nos permite hacer eso. Pero, en cualquier caso, ser editor requiere de habilidades como la lectura comprensiva, la capacidad de síntesis y de lectura deliberada —i.e. no mecánica—. Huelga decir que el corrector tiene que poseer un dominio alto o superior de la ortografía, la fonética y la sintaxis, por no decir que también de la prosodia y la semántica. Asimismo, aunque no ya en un grado obligatorio, todo corrector (y todo escritor) debe saber de retórica, de teoría de la argumentación y algo de latín y griego. Esto último lo digo por experiencia propia como aprendiz y como profesor: el conocimiento de las lenguas clásicas estructura y unifica mucho mejor la introyección de la gramática y de la ortografía.

Con esto queda más que claro que no cualquiera puede ser corrector de editorial. El hecho es que este es un trabajo necesario e irreemplazable (todos sabemos que los correctores automáticos de ortografía en los computadores sólo le sirven al que ya tiene buena ortografía; el que no lo haya notado ya sabe por qué es).

Muchas veces el corrector editorial es tanto corrector gramatical como corrector de estilo, e incluso verificador de validez de información. No todas las empresas editoriales se pueden dar el privilegio de tener diferentes correctores, por lo que la preparación, para los que trabajamos en proyectos independientes, debería ser muy buena. Casi puede decirse que el corrector ideal debe, además, ser escritor, poeta y ensayista; pues aunque no hay que ser pastelero para saber si un pastel está bueno, tener la experiencia del proceso creativo añade un valor extra a la estructuración y corrección de lo que se somete a revisión —esto especialmente cuando hay retroalimentación con el autor—.

Corregir es enderezar. En últimas ¿qué endereza el corrector editorial? ¿las maneras, la forma, la materia? Un «texto correcto» es el que se corresponde con el idioma y los usos del contexto al que está destinado. El corrector debe asegurarse que todo encaje en ese orden. De allí que no sea un absurdo corregirle, por ejemplo, la puntuación a la poesía, por más que algunos de esos nuevos «ingenieros de la palabra» crean que no ha menester. Es dudoso el trabajo del que se proclama artista de la palabra si no sabe para qué es el régimen de un verbo o qué es una sinécdoque.

Como ya dije, el origen de la mala escritura actual no es exclusivo de la escuela, sino de la popularización de tecnologías que facilitan la publicación sin filtros previos y sin impunidad. Quizá la gente siempre ha escrito mal, sólo que ahora lo pueden hacer públicamente. En este sentido ¿cuál o cómo debe ser la labor del corrector editorial a futuro? El corrector editorial no puede decidir por dónde va el idioma, pero sí puede mostrar cómo puede ir para ser claro dentro de sus propias (y a veces cambiantes) reglas. El compromiso del corrector debe ser, ante todo, con el sentido no con la corrección por la corrección —tenga el apellido que tenga—.


* * *

El presente texto es una adaptación de la ponencia presentada en mayo de 2017 en el Encuentro Iberoamericano de Editores EDITA 2017, realizado en el municipio de Sabaneta, Antioquia.

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* Juan Andrés Alzate Peláez es corrector editorial, licenciado en filosofía y docente. Es cofundador y editor de la revista cultural Revista Cronopio, así como corrector de la editorial Libros para Pensar.